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viernes, 29 de abril de 2011

Maquinaria diaria

Salia de un sitio y entraba en otro. Buscaba liberarse del terror que lo había estado atormentando desde hacía dos o tres años. Entraba en un bar, bebía uno o dos tragos, fumaba hasta diez cigarrillos y salia a la madrugada. Llegaba a las puertas de un cafetín y se introducía para beber varios expresos. Fumaba otros diez cigarrillos y, antes de retirarse, esperaba a que el camarero le acercara el vaso de agua. Lo bebía ansiosamente, gozando con los chorros frescos, helados, que escurrían por el cuello. En la cama rodaba de una orilla a otra orilla. Se tapaba las orejas con la almohada, pero el ruido de las máquinas no desaparecía. Se levantaba con la garganta reseca, el corazón bataleando enfurecidamente y el cuerpo lleno de cansancio. Aunque no encontraba reposo bajo la ducha, de todas maneras se metía bajo los potentes chorros de agua helada para quitarse el ardor que le quemaba el cuerpo. Después de secar la pálida piel en que se anunciaba toda la osamenta, buscaba el frasco ambarino detrás del espejo y sacaba un par de sedantes. Los tragaba con el agua del lavabo. Durante varios minutos quedaba abismado en la imagen que había en el espejo. Veía ese rostro de enrojecidos ojos que lo miraba sin parpadear. Cuando sentía que el sueño estaba entrando en su cabeza, decía una palabra al que estaba en el espejo y se retiraba. Antes de acostarse, palpó las dos almohadas, como para asegurarse de que no hubiera nada peligroso, y se introdujo en las pálidas sábanas que lo recibíeron sin ruido. Cerró los ojos pero las máquinas, nuevamente, habían vuelto a funcionar. Luego, entre chirridos y martillazos, como en otras albas, el sueño iría adaptando sus colores y sus formas a ese universo de máquinas que tragarían el cuerpo por algunas horas. Al despertar, la sensación de abandono apretaría en los hombros. Cansado y sediento, con las costillas rotas por la maquinaria que lo había estado triturando, llegaría hasta el refrigerador. Como en anteriores días, lo abríría sin tocar nada de lo que había adentro desde hacía semanas, meses... Regresaría a la habitación y sacaría de debajo del colchón un fajo de billetes, tomaría algunos y saldría a vagar en la noche.

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