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sábado, 26 de junio de 2021

Ambientes activos

 


 

Era una palabra sensación. El cuerpo era su caja de resonancia; también, los márgenes de un poderoso río.  En esa palabra se fusionaban tiempo y espacio.

Tiempo: un frío cósmico.

Espacio: mudez que golpeaba más fuerte que un puñetazo.

            Los ambientes no constituyen envolturas pasivas sino, más bien, procesos activos invisibles (Marshall McLuhan).

            La palabra se dirigía sola, como una luz callada, tenue y vibrátil. El cuerpo, sin saberlo, desglosaba los humores y las sustancias de esa realidad intransferible. La sensación estaba en todas sus sílabas; de cuerpo entero. Palabra que desbarataba los apogeos de una milenaria creencia.

            No hay en absoluto inevitabilidad cuando se está dispuesto a contemplar lo que está sucediendo (Marshall McLuhan: El medio es el masaje).

            ¿Qué está sucediendo? ¿Qué nos está sucediendo? Como en matemáticas, habría que ponerle a la misma pregunta el número exponencial (n) equivalente a la cantidad de habitantes afectados por la pregunta: ¿Qué está sucediendo? ¿Qué nos está sucediendo?

            Un cuento de terror. O también una novela negra. Un cuento cuya anécdota admitía todas las variaciones del acto sanguinario. O también, mundo reticulado con las tramas de la crueldad; del asesinato y del horror de encontrarse en el lugar equivocado. Sospechoso de ser; de ser como lo que pensaba uno del otro.

            La palabra sensación calaba, cortaba fibras nerviosas, ahogaba el cuerpo, llenaba la mente de rayos eléctricos. Yacía el pensamiento sobre las puntas heladas de una madrugada dispersa en bolsas negras; bolsas que prolongarían la ansiedad de un enigma de vida y de muerte: ¿De quién serán los restos de este cadáver? ¿De quién serán los restos? ¿Quién fue éste, antes de haber sido convertido en restos?

            ¿Existirá un ser indiferente a los relatos que dan sentido a la trama del mundo? (Douglas Coupland)

            El mundo. ¿Dónde vives? ¿Qué se produce alrededor tuyo? ¿Cómo son esos ruidos, esas voces, esos gritos?

Otra vez apestaba a bosque quemado.

Otra vez no había agua.

Otra vez se había ido la luz.

Otra vez habían interrumpido el internet.

¿Qué está sucediendo? ¿Qué nos está sucediendo?

Las comunidades pobres de todo el mundo están enviando repetidamente un mensaje claro y urgente: "Moriremos antes de hambre que de COVID-19". Combinada con los conflictos en curso, la espiral de desigualdad y la escalada de la crisis climática, la pandemia ha sacudido los cimientos [de] un sistema alimentario ya de por si deficiente, dejando a millones de personas al borde de la inanición (ver https://www.oxfam.org/es/el-mundo-al-borde-de-una-pandemia-de-hambre-el-coronavirus-amenaza-con-sumir-millones-de-personas).

El mundo. Oscuro. Callado. Suena el teléfono celular. ¿Dónde está? ¿Dónde lo dejé? Suena el teléfono celular. Tropiezas con la pata de la silla. Alcanzas a contestar. Contestas luego de identificar el nombre en la pantalla. Escuchas la pregunta:

¿Supiste lo que sucedió?

¿Qué sucedió? Reaccionas con otra pregunta.

Antes de escuchar todo el relato, padeces la sensación. Es la palabra sensación que te acompaña desde hace años, desde que te topaste por primera vez con la imagen de la muerte. La muerte, el mundo de la muerte; el mundo de la santa muerte.

Mataron a los tres hermanos. Escuchaste decir por teléfono. Los mataron y los dejaron tirados. Con mensaje pegado al cuerpo.

En la calle sueltan el grito. Oyes el grito. El grito queda suspendido como el silencio que se te queda atorado en el pecho.   

¿De qué me estás hablando? Volviste a reaccionar, con la sensación de no estar despierto.

De los hermanos de San Andrés.

Silencio. Frío cósmico. Puñalada en el occipucio. La palabra sensación se anida en las retinas.

Creo que estoy enfermo. Le dices al otro. Pero el otro sigue hablando. Sigue contando otra historia. Echas la cabeza hacia atrás del sillón donde te encuentras. Enfermo.

Otra voz. Otro contexto. Otra tragedia. Otros dioses creando en el inconsciente otras imágenes de terror: “un fangoso río de gatos muertos […] una cabra muerta, moscas que zumban ilesas […]

… un pederasta escandinavo quemado por el sol

… soldados ahogados y enredados a las correas de sus armas” (Douglas Coupland: Generación A).

Apagas el teléfono. Esperas, tirado en el largo, viejo sillón, a que llegue la madrugada. La palabra sensación zumba y te aprieta. Zumba y te aprieta. Hasta el más tierno cartílago.

¿Qué nos está sucediendo?


martes, 15 de junio de 2021

Los días en infinitivos

 

 

Con infinitivos, las cuerdas de los días aseguran que vamos sostenidos. Despertar, en medio de la madrugada con los sueños resbalando al otro lado de la realidad sombría, es como palpar el aire que entra y escapa de las narinas.

Respirar. Vivir.

Vivir. Respirar.

Como un mantra para expulsar todo eso que nos aterra en la frecuencia de los días. Como un mantra que nos ayuda a escapar de las incontables mentiras con que quieren gobernarnos. Como un mantra que nos permitiera decir, junto con Tanja, en Tea-Bag, de Henning Mankell: “¿dónde puedo encontrar una vida que me lleve lejos de todo lo que detesto?”

Crear y conocer.

Conocer y crear.

            La vida es todo. La muerte es nada. Entre una y otra vamos transitando a ciegas, tocando con los ojos las superficies que en sueños se nos aparecen y nos descubren, mientras va desvelándose el pensamiento por el que llegamos a la conclusión de que estamos aquí, en esta ciudad de disparos y desapariciones, de sequía y campañas de personas hipócritas.

Luego de asegurarnos de que los demás nos ven y nos escuchan. Luego de saber -o de sospechar- que no siempre cuando nos ven nos escuchan, o también, que no siempre cuando nos escuchan nos ven; luego de palpar esto que llevamos en los bolsillos, junto con las otras cosas que son también nuestros secretos, caemos en el entendido de que la pandemia nos tiene en las zonas de los aprendizajes continuos. Permanentes.

Todo el tiempo permanecemos atentos a los recientes datos. ¿Cuántas vacunas llegaron? ¿Dónde estarán los otros centros de vacunación? ¿Cuál vacuna es menos riesgosa? ¿En cuál semáforo estamos? ¿Hemos entrado ya a la tercera ola? Todas estas, preguntas impensables hace veinticuatro meses.

Estornudamos con el cubre bocas bien puesto. Sacamos el oxímetro. Leemos los niveles de saturación porcentual de oxígeno en la sangre. Lo guardamos en el cajón y seguimos navegando en los mares de la virtualidad informativa. Hay otros datos. Dicen. Siempre hay otros datos. La post verdad nos ha puesto a navegar en océanos de relatividad e incertidumbre.

Relatividad e incertidumbre: dos cuerdas que nos aprietan cuando revisamos algunos encabezados de notas periodísticas. Y no obstante, la certeza también nos oprime, al comprender que no hay vuelta a la página de esta historia, al establecer que son notas que todos los días se repiten en torno a la realidad por la que transitamos con la cara medio cubierta.

Es este otro texto, otro libro al que leyeron e interpretaron los hermeneutas sapienciales de antes del Siglo XVI. En esta otra semiosfera, entre la que nos encontramos inmersos, hallamos también el hipertexto por el que no dejamos de extraviarnos en selvas y bosques y laberintos de signos de diversa especie. Al mismo tiempo, está el otro texto en la quietud de las páginas, aguantando las fuerzas de los signos vitales. Ejemplo de esto último, está el siguiente pasaje en el que reconocemos la permanencia de un fenómeno que no ha dejado que le demos vuelta a la página:

Los países pueden ser como depredadores hambrientos con mil bocas. Nos engullen cuando el hambre es demasiado grande y nos vomitan cuando ya no somos necesarios (enTea-Bag).

Páginas más adelante, también nos encontramos ante este otro fragmento, que dice: Está tan extendido que los que no existen son más auténticos que los que se niegan a abandonar su identidad.

¿Identidad? ¿Qué nos identifica en estos días de angustia e incertidumbre? ¿Con quiénes nos identificamos? ¿En cuál zona abandonamos la cuerda que nos aproximó a otras cuerdas? ¿En verdad nos seguimos manteniendo cuerdos ante tantas amenazas? Quien pasea a nuestro lado, ese desconocido de ciudad amenazada: ¿lo aceptamos nada más que como nuestro prójimo, o en realidad lo colocamos del lado peligroso de los enemigos?

Correr. Caminar. Deambular. Vigilar. Ver. Imaginar. Vivir. Respirar. Pensar. Sentir… Los días en infinitivos. Cuerdas a las que nos agarramos. Cuestionamientos que se nos cruzan como sombras en plena mañana. Sin respuesta, a veces. Inciertos, como fantasmas nos vamos desbaratando en los instantes que nos llueven, y presentimos que nunca nada es para siempre, que esto que ahora estamos viviendo era impensable, inefable, inimaginable en épocas anteriores.

 


sábado, 5 de junio de 2021

La muerte resplandece


 

¿Cómo se despide uno de sí mismo?

Don DeLillo

 

La muerte resplandece y hace posible que algunos difuntos alcancen grados superlativos de humanidad. Pareciera que en la muerte –mejor que en la vida- es cuando la purificación de los vicios ha de ocurrir en quien todavía yace encerrado en el féretro o, también, cuando todavía no han sido entregadas sus cenizas a los deudos que esperan, dolientes en el negro de su silencio, a encontrarse con el recuerdo de otro ser distinto al que públicamente enaltecieron otros, que también lo conocieron.

            A veces no sucede así. A veces la muerte hace lo que mejor sabe hacer: borrar de la faz de la tierra a todos esos cuerpos que durante días y noches pasaron como sombras, y como sombras terminaron hundiéndose en la eterna oscuridad de la muerte. Fueron cuerpos y nada más que cuerpos los que desaparecieron; seres sin historia, seres sin rostro, seres cuyo nombre era idéntico a otro nombre.

            bien bien es un país / donde el olvido donde pesa el olvido / dulcemente sobre mundos sin nombre / allí callamos la cabeza la cabeza es muda / y se sabe no nada se sabe / muere el canto de las bocas muertas / sobre la arena de la playa hizo el viaje / no hay nada que llorar (Samuel Beckett)

            Es mejor a veces que no haya nada que llorar. Es mejor hundirnos en la mudez de la cabeza, sobre todo, cuando no se sabe nada, o se sabe tan poco de ese ser que ha muerto, ese mismo que acaba de morir, ese mismo que acaba de hacerse canto de las bocas muertas. Es preferible el olvido, precisamente allí donde pesa el olvido, allí: en esos mundos sin nombre.

            Irónicamente doloroso: ver y reconocer los quince minutos de fama en que ponen la existencia del difunto, de quien se cuentan cosas increíbles, hechos increíbles, hasta llegan a convertirlo en un ser que vivió y murió de manera increíble. Irónicamente doloroso, porque quienes lo conocimos, quienes lo tratamos con cierta frecuencia, nos asombra saber acerca de eso que había hecho él y que jamás lo imaginamos. ¿Será cierto que hizo eso? Nos lo preguntamos. ¿Será que nosotros conocimos a un ser distinto de aquel que enaltecen aquellos?

            La pregunta es: ¿por qué dicen lo que dicen sobre ese ser, a quien –cuando estuvo vivo- ni siquiera les mereció saludarlo con simpatía? ¿Qué buscan obtener con tales panegíricos? Realmente resulta difícil saberlo con absoluta certeza. La hipocresía no cabe en este sentido. La hipocresía es una función social que ha servido muy bien para vivir y sobrevivir ante circunstancias adversas. La hipocresía es más un asunto de vida que de muerte. Los mejores epitafios no han sido escritos para homenajear a vivos, sino a muertos.

            “No digo que deba uno alegrarse cuando muere una persona, sino que resulta curioso ver casos que demuestran que no tienes por qué entristecerte por ello […] Una persona puede reír o llorar. Siempre que lloras podrías estar riendo […] Los locos saben mejor que nadie cómo hacerlo porque tienen la mente suelta” (Andy Warhol).

            Que alguien muera no tendría por qué ser más importante que su vida. Sus oídos han sido clausurados: nada de lo que digan lo tocará. Sus ojos han sido cerrados: nada de lo que escriban sobre su vida podrá leerlo. Morir no tendría por qué ser la condición para alcanzar los más grandes elogios. Los epitafios fueron una expresión de un mundo que ya desapareció. Fue un mundo en el que la vida y la muerte se conectaban mediante profundas creencias que hoy apenan alcanzan a producir la vibración última de un secular eco murmurado. Hoy un millón o dos millones de muertes por covid acaban siendo olvidados, en un instante, por el poder de imágenes publicitarias. Es este el mundo en el que actualmente nos encontramos, en el que, como afirma Murray en Ruido de fondo, de Don DeLillo: “somos criaturas frágiles rodeadas por un mundo de hechos hostiles. Hechos que amenazan nuestra felicidad y nuestra seguridad”.

            Proclamar la muerte de una persona con invocaciones poéticas o con exaltados panegíricos, puede llevar esa buena intención a un estado de grotescos pensamientos, no ya sobre el muerto, sino sobre todos esos inspirados deudos. Mejor es musitar, con Beckett: sobre la arena de la playa hizo el viaje / no hay nada que llorar.


No había espacio

quería sonar como a eco de palabras sueltas como a sensaciones que se intensifican y  desaparecen  en el infinito tiempo no había espacio ni...