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sábado, 5 de junio de 2021

La muerte resplandece


 

¿Cómo se despide uno de sí mismo?

Don DeLillo

 

La muerte resplandece y hace posible que algunos difuntos alcancen grados superlativos de humanidad. Pareciera que en la muerte –mejor que en la vida- es cuando la purificación de los vicios ha de ocurrir en quien todavía yace encerrado en el féretro o, también, cuando todavía no han sido entregadas sus cenizas a los deudos que esperan, dolientes en el negro de su silencio, a encontrarse con el recuerdo de otro ser distinto al que públicamente enaltecieron otros, que también lo conocieron.

            A veces no sucede así. A veces la muerte hace lo que mejor sabe hacer: borrar de la faz de la tierra a todos esos cuerpos que durante días y noches pasaron como sombras, y como sombras terminaron hundiéndose en la eterna oscuridad de la muerte. Fueron cuerpos y nada más que cuerpos los que desaparecieron; seres sin historia, seres sin rostro, seres cuyo nombre era idéntico a otro nombre.

            bien bien es un país / donde el olvido donde pesa el olvido / dulcemente sobre mundos sin nombre / allí callamos la cabeza la cabeza es muda / y se sabe no nada se sabe / muere el canto de las bocas muertas / sobre la arena de la playa hizo el viaje / no hay nada que llorar (Samuel Beckett)

            Es mejor a veces que no haya nada que llorar. Es mejor hundirnos en la mudez de la cabeza, sobre todo, cuando no se sabe nada, o se sabe tan poco de ese ser que ha muerto, ese mismo que acaba de morir, ese mismo que acaba de hacerse canto de las bocas muertas. Es preferible el olvido, precisamente allí donde pesa el olvido, allí: en esos mundos sin nombre.

            Irónicamente doloroso: ver y reconocer los quince minutos de fama en que ponen la existencia del difunto, de quien se cuentan cosas increíbles, hechos increíbles, hasta llegan a convertirlo en un ser que vivió y murió de manera increíble. Irónicamente doloroso, porque quienes lo conocimos, quienes lo tratamos con cierta frecuencia, nos asombra saber acerca de eso que había hecho él y que jamás lo imaginamos. ¿Será cierto que hizo eso? Nos lo preguntamos. ¿Será que nosotros conocimos a un ser distinto de aquel que enaltecen aquellos?

            La pregunta es: ¿por qué dicen lo que dicen sobre ese ser, a quien –cuando estuvo vivo- ni siquiera les mereció saludarlo con simpatía? ¿Qué buscan obtener con tales panegíricos? Realmente resulta difícil saberlo con absoluta certeza. La hipocresía no cabe en este sentido. La hipocresía es una función social que ha servido muy bien para vivir y sobrevivir ante circunstancias adversas. La hipocresía es más un asunto de vida que de muerte. Los mejores epitafios no han sido escritos para homenajear a vivos, sino a muertos.

            “No digo que deba uno alegrarse cuando muere una persona, sino que resulta curioso ver casos que demuestran que no tienes por qué entristecerte por ello […] Una persona puede reír o llorar. Siempre que lloras podrías estar riendo […] Los locos saben mejor que nadie cómo hacerlo porque tienen la mente suelta” (Andy Warhol).

            Que alguien muera no tendría por qué ser más importante que su vida. Sus oídos han sido clausurados: nada de lo que digan lo tocará. Sus ojos han sido cerrados: nada de lo que escriban sobre su vida podrá leerlo. Morir no tendría por qué ser la condición para alcanzar los más grandes elogios. Los epitafios fueron una expresión de un mundo que ya desapareció. Fue un mundo en el que la vida y la muerte se conectaban mediante profundas creencias que hoy apenan alcanzan a producir la vibración última de un secular eco murmurado. Hoy un millón o dos millones de muertes por covid acaban siendo olvidados, en un instante, por el poder de imágenes publicitarias. Es este el mundo en el que actualmente nos encontramos, en el que, como afirma Murray en Ruido de fondo, de Don DeLillo: “somos criaturas frágiles rodeadas por un mundo de hechos hostiles. Hechos que amenazan nuestra felicidad y nuestra seguridad”.

            Proclamar la muerte de una persona con invocaciones poéticas o con exaltados panegíricos, puede llevar esa buena intención a un estado de grotescos pensamientos, no ya sobre el muerto, sino sobre todos esos inspirados deudos. Mejor es musitar, con Beckett: sobre la arena de la playa hizo el viaje / no hay nada que llorar.


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