Esencialmente:
soy un animal. El lenguaje en el que me asimilo, apenas si protege la
apariencia del cuerpo en el que vivo.
Duermo
todo el tiempo que puedo.
Como nada
más que lo necesario.
No sé
qué espero, ni sé si espero algo.
Vivo en
los golpes del corazón. Sueño que me desparramo como el agua en un desierto
nocturno, presintiendo cómo el aire y el sol mágicamente hacen que desaparezca.
Siempre
me han fascinado más las desapariciones que las apariciones permanentes.
La permanencia
es un estado que envenena. No concibo la vida como una sensación permanente. Es
por esto mismo que duermo todo el tiempo que puedo, para desaparecer en las
fugas incontenibles de los sueños, y para convencerme, también, de que la vida
es algo más que estar despierto.
Preferiría
no explicar nunca más nada.
Sentir
cómo voy arrugándome y llenándose de ceniza los cabellos, será el punto exacto
en que palparé la fugacidad de los instantes.
Vivir explicando
cada idea que me ocurre, sólo me llevaría a padecer náuseas, a consecuencia de
untar la lengua en argumentaciones falaces y cadavéricas.
Mejor que
ahorcar los canales por donde fluyen las imágenes de lo incomprensible, tirarme
en los cauces de lo inefable.
El ser
humano es la invención de un ideal: difícil de imaginar y de representármelo en
su esencia.
En mi
caso: soy un animal. Extraño entre otros seres.