Se asomó,
vio
y regresó
al sillón
donde
esperaba
desde
hacía
dos horas. Cada cinco
minutos,
el
nerviosismo
lo hacía
levantarse
y volver
a
asomarse
por
entre las fajas de la persiana.
Toda la tarde
esperó,
y el
nerviosismo
no desapareció.
Llegó
la noche,
y el
cansancio
de esperar se tornó en turbación.
Fue así que se mantuvo
despierto
en
la cama, sufriendo una cantidad de preguntas
y de conjeturas que lo perturbaban hasta hacer imposible que entrara el sueño.
Llegó
la mañana
y él
continuaba
despierto.
Estaba tan cansado
que no había tenido fuerzas para levantarse. El
día entero permaneció
acostado
en
la cama.
De pronto,
en
la madrugada,
pulsaron
el
timbre de la puerta.
Y
entonces,
en
su
mente,
se abrieron
otras
puertas;
puertas
que, por
terror a volver
a
entrar
por
ellas,
las había
mantenido
clausuradas
por
muchos
años.
Todo
su
cuerpo
fue
presa de un nerviosismo
electrizante,
que hacía
muy
doloroso mover los
músculos.
Era como
si
de pronto
una
artritis
severa
se hubiera
instalado
en
las articulaciones
de sus brazos
y de las piernas,
en
sus dedos... hasta en
los
párpados
el
dolor de abrirlos
era una
conmoción.
Otras
tantas
veces
se volvió
a
escuchar
el
timbre, con una insistencia que a cualquier otro lo habría desquiciado.
Pero ante el
dolor en
las articulaciones, ante el
dolor de abrir
los
ojos, ninguna chicharra lo iba a hacer levantar.
Y entonces el
silencio
se apoderó
del tiempo; la oscuridad
de la habitación,
por
instantes,
fue
borrada
por
unos
rayos
de intensa
luz azul,
arborescente
y vibrante.
El hombre ni se imaginaba lo que estaba aconteciendo alrededor suyo.