Al llegar a casa, supuse que en ella la calma y el silencio estaban. Algo extraño ((( una presencia fantasmal, si aún fuera el niño que fui ))) tocó mi espalda e hizo que me derrumbara.
Ignoro el tiempo que transcurrió. Cuando desperté, la madrugada había llegado.
Con dificultad me levanté. Como si todo mi cuerpo fuera de piedra. Avancé con rumbo a la cocina. Tras abrir la puerta del refrigerador, una figura me lanzó contra la pared.
Regresó la oscuridad, y entonces mi cuerpo se llenó de escarcha.
De la escarcha derretida, nacieron serpientes que fueron transcurriendo y llenando los laberintos de mi mente, y experimenté cómo la oscuridad se había transformado en algo más negro y espeso que el olvido.
Era un escritor de muchos premios. Lo extraño es que pocos, muy pocos, o casi nadie hablaba de la calidad de sus obras; ni siquiera había título de su obra en boca de pocos.
En cambio, sobre la vida de dicho escritor, ésta sí que la mayoría se la sabía hasta en sus más minúsculos detalles.
Ha muerto este escritor -hará de esto hace poco más de tres meses- y ya están preparando el premio del primer certamen literario que llevará su nombre.
De veras que en el mundo de las letras, lo imposible acaba siendo...
Era un animal enorme y lleno de bichos. Enfermo. Ni las tantas vacunas ni toda la gran cantidad de drogas pudieron alejarlo de todo el sufrimiento. Murió encogido por tanto dolor. Sin nadie para conservar su memoria. Fue el último ejemplar en su especie.
La lluvia
chorreaba adentro del edificio. Más allá de las columnas de cemento estaba otra
realidad. Pero adentro, el grupo de fantasmas buscaba refugiarse
del frío y de los chorros de agua.
-No parece acabar esta lluvia –dijo uno
de ellos.
-No acabará nunca de llover –dijo otra
voz.
-¿Estaremos ante un nuevo diluvio? –habló
un tercero.
Nadie reaccionó ante esta idea.
Caminaban uno detrás de otro junto a muros
reventados, sin hablar ni levantar la mirada. Todo alrededor suyo era un
territorio de agujeros grandes y medianos, de enormes troncos y bestias que aparecían
y desaparecían por todas partes. El olor a selva provenía del otro lado de las
columnas. Durante años la naturaleza se había ido apoderando de ese edificio en
que caían cascadas que no dejaban ver qué había más allá de los muros de agua y
vegetación.
Después de mucho caminar, dijo una voz
doliente:
-Sigan
ustedes. Me siento mareada. Voy a quedarme aquí un rato.
El fantasma que venía detrás, dio un
salto para esquivar el bulto que se había quedado junto a un enorme tronco
descansando. Otro de los que venían muy atrás, se quedó también a descansar. Se sentó sobre un cubo de cantera. Después de sacudir el cuerpo y la
cabeza, se puso a hablar despacio, como si meditara en voz baja:
-Nunca en mi vida había visto llover
tanto. Hasta tengo miedo. Yo que siempre sostuve que el agua era vida… Yo que
siempre me divertía jugando en los charcos de mi barrio… Yo que siempre aplaudía
cuando llegaba la primera lluvia de verano… y ahora... No puedo creer que me
sienta horrorizado.
El otro fantasma nada dijo. Estaba tan
mareado que había cerrado los ojos para descansar y ver otra realidad menos
triste.
-Si pudiera me echaría a dormir como
tú. Pero tengo tanto miedo, que si cierro los ojos me disolvería entre
tanta agua.
-Mejor es que te vayas de aquí –dijo el
fantasma desde adentro de la oscuridad en que descansaban sus ojos.
-No podría hacerlo. Ya no hay nadie a
quien seguir, y no tengo valor para enfrentarme yo solo a la lluvia.
-Entonces cállate y déjame pensar.
-Tampoco puedo callarme. Si callo me
entrará el sueño y entonces… es seguro que me diluiré y no quiero desaparecer
todavía. Hablaré bajito para no distraerte. Te aseguro que te dejaré pensar.
Del otro lado de las columnas la otra
realidad se fue llenando de luces y colores. Allá a lo lejos todo parecía
normal. Mientras tanto, adentro del edificio la lluvia no daba señales de terminar
nunca.
Del grupo de fantasmas que había
continuado buscando refugio, ya sólo quedaba uno. Caminaba solo entre los
corredores cargados de ramas y de sapos, cantidad de sapos y de otros animales
que cantaban a la vida.
Podía
hacer la serie y morir y no haber terminado de contarla.
Un dibujo
entonces en el agua era mucho más seguro que robarle al cosmos los secretos.
Minúsculo
secreto, o hasta menos que eso.
Sabiendo
el hueco que se abría, salió a la calle, y como quien se inclina a atarse las
agujetas, desbarató la verticalidad y se puso a ver las hormigas con la cara
pegada al pavimento.
Mientras tanto, entre la suave claridad de la tarde, los pasos fueron y vinieron, y la mirada, impuesta
por los influjos de lo cotidiano, alcanzó a vislumbrar el cuerpo de algo ajeno.
No faltó
quien tuviera el deseo de patear ese cuerpo que ignoraba las normas de lo
público.
Maldita la hora en que pasé por esta
calle, dijo el viejo que chorreaba rabia en su prisa.
Por el
contrario, algunos colegiales vieron el hecho como de lo más normal, y se acercaron
a curiosear con quien mantenía el rostro pegado al pavimento.
Es otro el espacio.
Desde aquí, es otra la promesa del lenguaje.
Llegó
la policía. Lo vieron así; arrodillado y con el torso doblado como hacen los
musulmanes; pero él, en vez de besar el suelo y dirigir plegarias, quería
atrapar hormigas con la nariz y los labios. Quería ofrecerles otro universo a
tales animalitos, quería hacerlos huéspedes de su boca.
Uno de
los gendarmes levantó la macana y se la estampó en las nalgas, gritando:
¡Levántate
miserable!
Otro
de ellos tiró un puntapié y pegó en el hombro.
Fueron
dos mujeres quienes intervinieron diciendo:
¿¡Pero
qué les ha hecho este pobre hombre para que lo traten así!?
Uno de
los policías, el más feo y violento, escupió y fue a pararse ante las señoras; y
les echó su puerco aliento:
Mejor
es que callen y vayan a lavar pañales. No es asunto suyo. ¡¡¡Eha!!!
Se abrió
entonces otro hueco y salió de allí el miserable hombre y se encaminó a otra
parte.
Después de un tiempo de ir contando otras series, escuchó el paso de las
hormigas que se movían sobre su cabeza. Sonrió.
Tras
varios días de enfermedad y encierro obligado, por fin estaba contento.
Era la
misma pregunta tantas veces repetida. Pero con el tiempo, la respuesta no podía
ser nunca la misma. Así pasaba también con otras ideas que se le habían ido
quedando al pasar de los años. Por más que quisiera llegar hasta la médula en
todas esas figuras de la mente, al final de esta búsqueda, lo que se mostraba
eran más fantasmas -abundantes fantasmas- y menos espacio para dejarlos ambular en los
corredores de su mente. Con otras palabras, el río de Heráclito estaba, pues,
realmente vivo en los torrentes de su sangre y de su pensamiento.
II
Pulso
apenas. Peligroso, llevar el tenedor a la boca. La cara empapada en sudor. Hambre.
Y angustia. Le pediría a Bárbara que le ayude. Pero nada le dice. Deja que ella
continúe charlando con su primo, su amor de adolescencia. Más acá, a
centímetros de distancia, el esfuerzo para cortar la carne sin hacer rechinar
los metales en la porcelana del plato, más aún, aterrado de que vaya a salir
botado el jitomate o algunas rodajas de cebolla, siente cómo se mezclan las
lágrimas con el sudor, siente cómo todo adentro de él es un maremagnum de
nerviosismo feroz, y de vergüenza, y de incapacidad para calmar el hambre. Si pudiera,
bebería toda la botella de tequila que está en el centro de la mesa, porque
sabe que, emborrachándose, sólo así, podría cortar la carne y llevarla a la
boca sin peligro de herirse a sí mismo. Pero no, los medicamentos que ha venido
tomando en las últimas semanas lo harían convulsionarse.
Atrapado.
Está atrapado. ¿Desde cuándo dejó de sentirse libre y contento? ¿Desde cuándo
descubrió que la belleza de Bárbara, menos que hacerlo sentir orgulloso, por el
contrario, lo avergonzaba, hasta el extremo de que, con cada día que pasaba,
menos y menos seguro estaba de vivir con ella? Ella tan fresca, tan madura, tan
entera en todo su ánimo. Tan integrada en el mundo de las verdades a medias, o
de las mentiras completas. Ella tan segura de beber una copa sin el terror de
que esa mano suya acabe derramando el vino sobre su falda.
III
Era la
cuarta vez que leía la novela. La primera vez fue un personaje quien le enseñó
a pensar y a conducirse de una manera absoluta a sus diecinueve años. La segunda
vez –tenía 28 y estaba casado con Bárbara-, fue todo el mundo de la novela el
que se le abrió para sentirse el personaje que al autor se le había olvidado
ingresar en todas esas historias.
La tercera
vez que la leyó, no hubo ni personaje ni mundo, sino preguntas. Fueron preguntas
que nacieron en la piel de su pensamiento, donde las respuestas jamás pudieron
ser satisfactorias; ni leyendo las otras novelas del mismo autor. Finalmente,
en la cuarta vez que se puso a leer la novela –pocos meses antes de morir-, descubrió
que nada estaba más allá de las medidas del mundo, y que el mundo era una
realidad abarrotada de desconocimientos.
IV
La cena
concluyó. Después de tanto pensarlo, bebió tres vasos de tequila. No hubo
convulsión pero sí paro cardiaco.
Ahora
Bárbara estaba llorando en brazos de su primo, afuera del hospital donde había
sido ingresado, infructuosamente, su esposo.
Había
conocido músicos callejeros, actores callejeros, bailarines callejeros, poetas
callejeros; pero nunca me había topado con ningún filósofo ni cuentista
callejeros. Los conocí la semana pasada.
El filósofo era un viejo que se
apoyaba en dos bastones purépecha para caminar y para mantenerse en pie
mientras hablaba sobre todos esos pensamientos que le venían dictados por el
dolor y la decepción. A diferencia del filósofo, el cuentista era un
adolescente, quien con gorra y gafas gruesas, sucias y con cordones para
mantenerlas seguras sobre la cara, contaba sus breves historias en torno a las
peleas de su barrio y de todos aquellos que habían caído asesinados por las
balas o por arma blanca. Después de echar el cuento-crónica, se sacaba la gorra
y comenzaba a pasearla frente a los espectadores; había quienes sacaban algunas
monedas y las depositaban en el redondel de la gorra, o había otros que nada
más daban la vuelta y dejaban al cuentista con el brazo extendido. Para con el
filósofo, el reducido auditorio no sabía qué hacer luego de que el viejo
callaba y permanecía con la mirada puesta en alguno de esos rostros atrapados
por la intriga.
“Si a alguno de ustedes le sobra una
moneda o algún billete”, anunció el filósofo, al percatarse que nadie se movía,
“pueden tirarla en el suelo y yo recogeré lo que ustedes han querido
regalarme”.
Para hablar como lo ha hecho el
filósofo, para decir esos pensamientos, sería necesario haber vivido y
reflexionado durante muchos años. Quienes habían escuchado al viejo, en su
rostro podía descubrirse el abismo en que de pronto se sintieron suspendidos, y
era por ello que no habían sabido cómo reaccionar. Tal vez hasta creyeron que
el viejo era uno más de los miles de pedigüeños que pululan en la zona centro
de Guadalajara, o hasta pudieron suponer que era nada más que un orate, que un
alcohólico o / pero de ninguna manera debieron pensar que estaban ante un
filósofo callejero.
Para
contar breves historias no había que llegar a ser una persona mayor. En la
música como en la poesía –recordé-, no han faltado los artistas precoces que
habían hecho historia. Pero en la filosofía, me parece, no ha habido nadie que
haya pasado a la historia por su precocidad para crear complejos pensamientos o
para cuestionar y poner en jaque ningún sistema filosófico.
El día
se anunciaba en una intersección. Detenido para cruzar la calle, Lucio miró el
choque de dos atomóviles. El resultado fue que las bolsas de protección
hicieron lo esperado: estallaron contra el rostro de cada uno de los
conductores. Enseguida llegaron algunos peatones para asegurarse de que estaban
vivos los pasajeros, y mientras los cláxones de ambos autos no dejaban de
sonar, tuvo que retirarse uno de los que habían llegado a mirar en el interior
de los carros. Extrajo el celular de su chaqueta de cuero y empezó a marcar. Lucio
continuó su camino, con el corazón alterado y con la garganta reseca.
A las pocas horas, cuando salía de
una tienda donde había comprado un paquete de cigarrillos, y cuando se disponía
a encender uno, volvió a escuchar el estruendo de una colisión. Esta vez se
trataba de un vehículo del transporte público, que había golpeado contra la
parte lateral de una camioneta. Fue tan impactante el golpe, que la camioneta
empezó a dar varios giros hasta terminar golpeando contra un poste del tendido
eléctrico. Sin quererlo ver, Lucio se percató que se trataba de una mujer la
que había venido manejando la camioneta. A los pocos instantes, por una de las
ventanillas del vehículo, asomó el rostro de una niña gritando para que
ayudaran a su madre: “¡Que se está desangrando”, gritaba la chiquilla. Mientras
tanto, el chofer del transporte público se había ido corriendo por una de las
calles cercanas. Después de ver todo esto sin quererlo ver, Lucio tiró el
cigarrillo adonde estaban otras tantas basuras. Sin pensarlo en absoluto, se retiró
a toda prisa, con el pecho lleno de algodones fríos, huyendo de lo que imaginaba
había ocurrido con el cuerpo de la madre de la niña. “Dudo que esté viva”, se
dijo, casi corriendo para llegar pronto a su casa.
En la noche, mientras descansaba
acostado en su cama, escuchaba la cantidad de sirenas que entraba por la
ventana de su cuarto. No estaba seguro si se trataba de sirenas de carros de
policía que iban a enfrentar a los criminales que pululaban en muchas zonas de
la ciudad, o si se trataba de ambulancias que se dirigían a recoger las
víctimas de algún accidente o de alguna de las tantas ejecuciones que habían
estado sucediendo con más frecuencia en
las últimas semanas.
Otro día, mientras caminaba por la
calle de siempre para dirigirse a su trabajo, Lucio se dio cuenta que había un
incendio en una de las tiendas de autoservicio que hay cerca de donde vive. De inmediato
sintió que el corazón se le encogía hasta alcanzar el tamaño de una punzada de
alacrán. Nada podía hacer para evitar el día que se avisaba, nuevamente,
catastrófico.