Equistrá abrió la agenda. Tachó los fracasos de esos días. Sacó el paquete de cigarrillos y se dispuso a fumar. Detrás del humo pensó. Antes de escribir sobre la agenda del año 2018, preparó el whisky unblended. La primera palabra que dibujó fue: VIVIR y enseguida de ésta, escribió: Y SOÑAR. ( ( ( En el soñar, sería imposible hablar y creer en la existencia de fracasos. Comenzaría otra agenda. Otra agenda. Otra agenda ) ) ) )
Se ve en el espejo: el espejo en el que se emocionaban los pensamientos medievales. Allí vuelve a hacerse la distinción entre sustancia y especie, entre accidente y esencia. Se retira del espejo y queda la huella, el eco de una sombra de palabras, el ritmo de un tiempo que sucedió en instantes. Luego llega a hacerse la pregunta en duda que se extiende y que dice: ¿dónde estabas cuando el espejo se volvió pantalla? ¿Dónde estabas cuando los dedos tocaron las letras que sonaban a pensamiento y a sueño destilado en música para ciegos?
Permanecer Aquí sería como renunciar a los distintos juegos de posibilidades que habrán de suceder Allá. Aquí el viaje no abandona ni la sombra. Es lo mismo que morir hundido en las aguas negras del monstruo. Monstruo alimentado con los venenos de un pasado que no acaba de pasar nunca. Permanecer Aquí no es conveniente, y menos cuando el monstruo aburre tanto; ya ni sus gestos ni sus gritos asustan a nadie, ni siquiera al recién nacido. Desbaratarse: Irse con los vientos de la noche, y que el monstruo quede en esta tumba de Aquí y Ahora, e integrarse Allá: Después y siempre y nunca más: NUNCA MÁS
La mitad de la cara cubierta por una barba espesa, blanca y gris. En la cabeza una gorra tejida, multicolor, que guardaba la abierta calva de muchos años. Poco antes de acabar la tarde, cuando la claridad va haciéndose tenue y avisa la negrura que ha de caer irremediablemente, el hombre alista el jergón sobre el cemento, viste la espuma con una cobija desgarrada y coloca algo que insinúa ser almohada. Enciende el cigarrillo, mira el cielo y canta. Calla. Fuma otro cigarrillo. Mira lo que ocurre alrededor de la plaza. Sonríe. Imagina, tal vez, que está en casa. Se acuesta y se tira a dormir.
Había hecho la pregunta equivocada. Hacia ese espacio
ocupado por sus dudas, no había tiempo para confirmar nada. Permanecerían las incertidumbres y los dolores de cabeza.
Dejó pasar un tiempo a ver si así podía borrarse
la zozobra. Si había sido efectivo el plazo conformado por la voluntad, lo que
seguiría no se aproximaría a la sensación de padecer el cuerpo separado en
líneas verticales.
No pasaron ni dos días cuando el cuerpo se le fue mostrando
abierto a las puertas de la muerte. Era como si lo hubieran colgado en lo más
alto de un muro de prisión, exactamente amarrado a las cuerdas de seguridad.
Electrificado ( ( ( nervioso ) ) ) , sin palabras en la lengua y con la
carne hecha un nudo en la zona del estómago, entraría a esa dimensión de la negrura
espesa. Para ese entonces, nada iba a mantenerse firme entre los dedos. La sed y el
hambre dejarían de ser las exigencias reales del placer y la necesidad; acabarían
convirtiéndose, inevitablemente, en poderosos fantasmas que deambularían a la altura de las sombras: donde los ojos se perderían, empujados por la angustia.
Silencio.
Sensación de cortes pausados en la piel.
Helor en
los huesos. La mente colmada
de animales muertos.
Silencio. Silencio. Agitación y una piedra en la garganta.
No era más cierto ni más seguro, ni más claro, hablar de
yo que de tú. Tanto yo como tú, sólo
habíamos sido parte del cúmulo de sombras
arrinconadas y que había que sacar a la luz; que había que
hacerlas vivir al
ritmo de horas en nocturnal memoria, haciéndolas meter en el cuerpo esas
cuestiones que durante el día eran casi imposible tratarlas con el tono ni con
la sutileza de los pianísimos. ¿Cómo hablarnos preguntando y dudando sin
padecer las estruendosas irrupciones de la poderosa realidad moderna?
Entre nosotros sólo
había materia reventada por tantas formas y colores multimedia. La sombra de
nosotros se hacía apenas con la realidad de algo que se anunciaba mediante
matices y bajo otras formas. Casi en los páramos de lo salvaje estaba el recurso
que nos ayudaría a reconocernos. Y por algo que ni ellos (ni yo ni tú)
imaginaban en el momento en que estaba ocurriendo esta explosión de formas y
colores. Ya se ve con esto cómo los ángulos desaparecerían del cuerpo
ensombrecido. En su lugar, más que ver, se insinuaría la sensación de escuchar
la inasible suavidad de ese pianísimo. Magnífico momento en que el tacto y el
oído se volverían, una vez más, como gotas de un mismo cuerpo iluminado en
ausencia de todos ellos, tan desconocidos como nosotros mismos. Pero sin dios,
y sin diablo.