Por
eso hay en mis noches voces en mis huesos […]
visiones
de palabras escritas pero que se mueven,
combaten, danzan, manan
sangre,
luego las miro andar
con muletas, en harapos […]
Alejandra
Pizarnik
Ausencias
de lo inmediato. Ausencias. Desaparición de lo mismo. La idea que se esconde en
la espesura. Un baldío. Callado. Instantes rutilantes del recuerdo. Silencio.
Rumor de personajes a lo lejos. En el barrio viejo no dejan de suceder las
toses. El frotar de los grillos en la oscuridad.
Continúa
con el corazón helado: el lector en sus pensamientos.
Estar
allí. Sin pensar. Pensar allá. Sin
estar. Ir por ningún camino. Entrar en movimiento como quien está perdido en un
sueño. Habitar nada más que en el vacío de una incierta realidad. Y a su lado
la presencia espiritual. La presencia de no ser y de no estar. Lo
verdaderamente cierto era la indefinición que lo comprendía. Era el lector en
sus soledades de Covid.
Una escritura densa hasta lo
intolerable, hasta la asfixia, pero hecha nada más que de vínculos sutiles (Pizarnik).
Las
fantasías del hombre. El lector y las voces que lo perturban a esas horas del
insomnio. Las voces que lo expulsan de su propio pensamiento. Las voces que le
exigen salir –imaginariamente- de su habitación y ambular para ahuyentar el
vórtice de murmullos.
Ir
hacia ningún lado. Estar con el miedo en la garganta. Caminar sin rumbo. Ir en
sentido contrario a la idea de que el mundo es un infierno.
Seres
de otro mundo. La idea que jamás regresa. La idea: un laberinto de casas y de
árboles. Una mesa y un frutero. Las toses, las toses de los viejos en el
barrio. El rumor de árboles mecidos en la madrugada.
El
enjambre de voces y el frío. El frío en todo el cuerpo. Hasta en el
pensamiento. Las voces lo persiguen y lo desorientan. El frío, que hace que su
cuerpo exista de un modo extraño, casi doloroso.
Teme
que lo aceche un demonio; es así como se imagina entre tantos pensamientos que
lo angustian. De pronto, debe simular que las voces se han callado. Se abandona
en el no parpadeo. Piensa. O sueña que está despierto. Es así como logra
olvidarse de sí mismo.
La
existencia de la madrugada se le impuso como realidad de vida. Historia de un
sueño que lo absorbe hasta lo hondo de una angustia. Imposible establecer la
medida. Es un sueño recurrente que lo deja sin piernas.
Se
detuvo poco antes de llegar a la esquina en que se imaginó. Debió asegurarse
que era real el resplandor de los televisores. Miró hacia donde palpitaban las
ventanas. En toda esa composición de realidad reconoció un escenario lóbrego.
Recordó
a aquel director de orquesta, cuando, expectante ante el abismo que lo separaba
del primer acorde orquestal, había escuchado el crujir del celofán, y luego la
tos nerviosa del espectador que había sido descubierto por el oído del maestro
Luis Ximénez Caballero.
Habían
pasado tantos años desde entonces, y aún permanecía la imagen de ese preciso
instante en que el director había exigido al público que se abstuviera de comer
golosinas.
Buscó
en la caja de madera los boletos del teatro; pero una hoja de papel doblada, vieja
y rota en sus cantos, lo quitó de seguir buscando. La desdobló y notó que había
el siguiente texto: “ese hombre era su propia Prohibición”.
El
lector se abismó sobre esa palabra que destacaba en mayúscula. Dudó que fuera suyo ese pensamiento. Por más que
quiso recordar sobre ese breve texto, el cansancio cayó como una loza sobre la
memoria. ¿Quién podía ser el autor o la autora de ese enigma? ¿En cuál obra
había encontrado dicha idea?
Continuó
ambulando para abandonarse en los vericuetos de ese enigma pasible, tan extraño
como un verso hermético. “Si yo fuese ese hombre: ¿cuál sería mi propia prohibición?”,
se lo preguntó con la palabra punzando en la garganta, helada en sus filos, sin
mayúscula. “¿Cómo sería escribir sobre lo que no existe?”, intempestivamente lo
golpeó esta otra cuestión. Y como en otras madrugadas, el lector permanecería
despierto, abstraído ante la ventana de un barrio viejo.