Oscuridad
y asfixia. Ni la voz de Kaelan Mikla lo impulsaba a salir. Eran días de
despertar sin sueños en la memoria. Despertar con el cuerpo cansado. Con la
mente llena de ruidos; con moscos y sirenas cuajando el silencio al lado
izquierdo de la cabeza.
Creían
que el arte debía curar.
Decían
que el arte debía desordenar los sentidos.
Afirmaban
que el arte debía ser inútil.
Proponían
que el arte debía diseñar otra realidad.
Otra
realidad. ¿Qué puede ser otra realidad? ¿Cuál puede ser esa enfermedad que cura
el arte? ¿Cómo ha de ser ese arte inútil? ¿Cuándo los sentidos han mantenido un
orden estable? Pensaba Equistrá. No
hacía más que pensar. Sólo pensaba. ¿Qué pensaba? A veces no pensaba ni le
importaba lo que sucedía al otro lado de la puerta. Cuando pasaba una semana
encerrado en su habitación, el tiempo de oscuridad y asfixia transitaba por sus
venas como un veneno. Lo envenenaba vivir así.
Sin
estrellas; enorme peso el de la noche. Sin aire fresco, espacio seco, polvoso.
Casi un desierto en Equistrá.
Punzadas en la frente. Ardorosa comezón a orillas de los párpados.
Que estuviera en ese estado de ansiedad
durante días, o peor, que permaneciera tumbado en la suma de todos los segundos
que cabían en un día, era como enfrentar al idiota que se le pronunciaba sin
tregua. Idiota que no se cansaba de repetir: “Todo pasa. Nada es permanente.
Todo pasa. Nada es permanente”. Hasta el hartazgo. Hasta trepanarle las sienes.
Durante algunos instantes dejaban de sonar en su cueva mental las sentencias de
piedra.
Cerraba
los puños. Abría los ojos. Giraba el cuerpo Equistrá de un lado a otro de la
cama. Decúbito. Ni supino ni prono servían para quitarle el agobio de ser y de
estar en el mundo. Seco y agrio el sabor de los instantes. Amargo el paladar.
Frío el pecho. Una piedra golpeaba la frente. Cerraba los ojos y abría los
dedos y colocaba ambas manos sobre el pecho. Pensaba. Sólo pensaba Equistrá en
cómo desbaratar el bloque de hielo que se le había atorado entre los pulmones.
Que la realidad supera a la ficción,
decían las murmuraciones de una tradición ideológica.
¿La
realidad? ¿La ficción? Desperdicios de la realidad como gusanos catalizando otredades.
Desperdicios de la ficción como palimpsestos imposibles de aprehender. La
realidad del pensamiento como ficción. La ficción como trayectorias sin sentido;
como la realidad misma. Ambos: pensamiento y ficción, en cuanto actividad
enzimática, callada como la muerte de una estrella, alterando el organismo con
minúsculas realidades, hasta ilustrar que desde hacía tiempo la realidad y la
ficción habían dejado de ser órdenes excluyentes en las dimensiones del vivir.
Clarice Lispector, en Agua viva:
Te escribo en desorden, ya lo
sé. Pero es como vivo. Yo sólo trabajo con encuentros y pérdidas.
Un
fragmento de noche oscura necesitaba Equistrá para estimular el viaje en otras
dimensiones. Un aroma de polvo en madera, un rasguño de misterio en la espalda,
un sabor completo de palabras como lluvia… en silencio, en paz de madrugada,
para levantarse y asomar la cara por la ventana. Sin pensar en lo que los ojos
miraban. Sintiendo nada más que el aire. Y así, tocando con las pestañas la
inmensidad de sentirse vivo, sonreírle al muerto que había estado postrado bajo
el peso de otras noches, de otras oscuridades.
Don DeLillo, en Zero K:
We want to do whatever we are
capable of doing in order to alter human thought and bend the energies of
civilization.
¿A partir de qué pruebas o de cuáles
procesos se ahuyentaría “el fantasma de imposibles” que habitaba en la mente de
ciertos personajes? Murmuró Equistrá, con la ruda concepción de quien sabía que
las personas –a diferencia de los personajes- son entes reales que forman parte
de una totalidad imposible de conocer. Concebir la ficción como la evidencia de
un imposible, o también, como la evidencia de todo eso que acaba siendo
improbable, conllevaría a colocar la realidad dentro de un pensamiento
insustancial, allanado y moldeado mediante prácticas emparentadas con lo baladí.
En caso de aceptar que la realidad supera a la ficción, las artes narrativas no
serían más que compendios de instrucciones para situarnos en consonancia dentro
de una cierta sociedad que garantiza que el orden de las cosas ha de mantenerse
intocable, inmutable, inmune, permanente hasta conseguir el hastío de saber que
actuamos entre figurantes de un guion falaz.