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domingo, 28 de octubre de 2012

Callado y quieto







Tan corto el día como la palabra.

Tan lejos el punto inicial de lo que acabaría pleno.

No quieres ni siquiera imaginar el final de eso que tuvo que ser.

Te acercas y no pones siquiera el ojo para constatar que es allá a donde ibas.










            Como un perro tantas veces apaleado, giras y giras el cuello hacia uno y otro lado de la calle, asegurándote que no vendrán más esos pasos tercos que amenazan con destriparte.

         Cuando ya estás por alcanzar el sitio en que descansarías varios minutos, se te vuelve soga al cuello el aire que suena adentro de tu pecho.

Aprietas los dedos contra las sienes para desbaratar la sensación.

Miras hacia las puntas de los pies. No hay más que basura y mugre, y unos pequeños animalitos que van seguros en el espacio de su mundo.

            Entras al edificio de puertas corredizas. 

          Ya adentro, experimentas de nueva cuenta el aturdimiento que te ciega el ahogo durante algunos instantes. 

           El guardia te mira y tú inclinas la cabeza hacia el hombro izquierdo, y luego de cruzar la sombra del guardia, te sumas a la cantidad de personas que esperan turno para pagar la mensualidad de la hipoteca.

            Has olvidado levantar la cabeza y esto ha provocado que todas las personas del banco te observen de una manera extraña. Tú no estás realmente atento de lo que ellos dicen sobre tu postura, de hecho, tú estás todavía atendiendo la imagen aquella de los animalitos que vagaban muy seguros en el espacio de su mundo. Es por esto que de pronto te sueltas llorando y no hay nadie que te ofrezca un pañuelo. 

            Por el contrario, todos ellos te miran como a un enfermo a quien se debe aislar, y es así que todos los cercanos se retiran y te dejan en medio de un pozo circundado por cabezas y hombros. Hombros y cabezas. Todo alrededor tuyo son hombros y cabezas.

            El guardia, imaginando lo peor, vino entonces hacia ti y te preguntó algo que tú no entendiste. Tras de limpìar la cara con la manga de tu camisa, devolviste la cabeza a la posición normal y corriste hasta alcanzar la calle.

            Como otras tantas veces, buscaste un parque en donde descansar el cuerpo. Fuiste a sentarte bajo la calma de un frondoso árbol. Durante varias horas permaneciste allí, soñando con los ojos abiertos, hasta experimentar la sensación de ser nadie, o mejor aún, de ser algo completamente invisible.







Tan delgado el silencio.

Mejor así. Sin futuro.

Sin tiempo.

Callado y quieto.



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