Era
mucho el sueño, tanto como el deseo de continuar leyendo a Gurdjieff.
Estaba
solo en la casa. Todo el ruido estaba afuera.
Estaba contra el peso de los párpados
batallando para conseguir el final de una historia con sabiduría asiática.
Me
levanté del sofá y fui a poner música sinfónica en el estereofónico. Durante
algunos minutos el sueño parecía haberme abandonado; pero no había terminado el
primer movimiento del Concierto No. 3 para piano y orquesta de Rachmaninof, cuando
el peso de los párpados volvió a ser más y más oneroso.
Cerré
el libro. Cerré los ojos y me dispuse a escuchar la interpretación que el
concertista realizaba en el piano.
El
sueño desapareció.
Abrí
los ojos, me levanté del sofá, tomé el libro y fui a colocarme junto a la
puerta de cristal que comunica al patio. Allí, recordando un ejercicio zen,
logré permanecer parado sobre una pierna por un buen tiempo. De ese modo –así
lo creí- podía continuar leyendo la historia sin que el sueño se introdujera de
nuevo en mi cuerpo.
Estaba
a pocos párrafos de alcanzar el final de la historia cuando llegaron Milena y
los hijos. La obra de Rachmaninof ya estaba en el último movimiento cuando
escuché abrirse el portón del garage. Lo primero que hice fue enderezar el
cuerpo; pero no pude hacerlo del todo. Había demasiado óxido en las
articulaciones. Un intenso, quemante dolor se me hizo en las rodillas y en la
espalda, y entonces, al igual que los patitos de madera que son tirados con
rifles de feria, me dejé caer sobre la alfombra, y así me puse a
esperar, doliéndome todo el cuerpo, con el libro cerrado junto a la cara, a que
acabaran de entrar los hijos y Milena…
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