Toda
la ciudad olía a grillos muertos. Todo el tiempo millones de grillos, además,
estridulaban en las ramas de los árboles, adentro de las grietas de edificios y
portales, en los alfeizares, puertas, batientes, azoteas...
Había
millones de grillos negros aplastados en las calles, en los corredores de
las escuelas, en las escaleras de los estacionamientos. Todo el tiempo apestaba
a grillos muertos.
Eran
días de mucho calor. Eran horas de vivir como adentro de calderas, con toda la
hediondez golpeando la frente, agrietando la garganta, punzando el paladar y la
lengua hasta la náusea.
Y entre
toda esa bruma de miasmas y delicuescencias, las palomas encontraban un lugar
para quitarse el hambre.