Aprendería chino mandarín o árabe y se dejaría crecer el cabello y las barbas hasta morir de olvido. El idioma de madre apenas si lo pronunciaría en pesadillas. No olvidaría el inglés ni renunciaría al poco latín que todavía mantenía en sus casos. “De lo que se trata es de asumir la absoluta confusión en todo”, se diría a sí mismo cuando cerró la puerta de casa y abandonó todo eso que lo había rodeado durante tanto tiempo; familia, trabajo, nacionalidad... Excepto la guitarra michoacana, el viejo abrigo negro y un par de libros, fue esto lo que se llevó consigo. Se iría a recorrer el mundo, a perderse en él, a vivir en él como una sombra a orillas del absurdo y el sinsentido.
“No tengo sueños”, diría para el
animal que lo acompañaba, “No tengo ganas de hacer nada. No quiero nada que me
obligue a pronunciar mi nombre”.
Había despertado en medio de una densa
oscuridad. La garganta seca y los labios enfriados por la noche de otoño. Había
sentido la presencia de otra bestia, no muy lejos de donde había despertado. El
animal, su acompañante desde hacía varios años, se mantuvo dormido, descansando
sobre su flanco derecho.
La figura flaca y un tanto inclinada
hacia el lado izquierdo, como quien quiere ver eso que está detrás de las
cosas, con los cabellos encanecidos, amarillentos por la nicotina y el humo de
las fogatas a la intemperie, y su voz de ganso, rasposa, de mediana altura, iba
pintando el fondo de la calle con su andar de piernas flacas, y junto a él su
acompañante, un perro flaco y gris, de ojos grandes flotando en pequeños lagos
anaranjados.
Se detuvieron ambos junto al tambo
de basura; antes de hurgar, recargó la guitarra en la pared y sacó de allí un
sombrero de fieltro negro, se lo encasquetó y le preguntó al animal qué pensaba. El
perro entreabrió el hocico para expresar una mueca burlesca, o tal vez para
expresarle el cansancio y el hambre que lo traía débil, sin fuerzas para mover
el rabo siquiera.
Avanzaron algunas calles más y
llegaron al parque donde había niños montados en bicicleta, u otros que jugaban
a la pelota, y las niñas que había corriendo hasta alcanzar toda la alegría de
la tarde. Se sentaron bajo un álamo y se pusieron a mirar el mundo.
El perro,
al poco tiempo, fue a beber agua en los charcos que había hasta allá, del otro
lado de los columpios y resbaladeros, mientras él, con los ojos cerrados,
comenzó a tocar una triste canción.
No sé porqué pero el texto me ha recordado a una película de animación que se titula "la tumba de las luciérnagas" Un abrazo!
ResponderEliminarEn general, no soy muy dado a ver cine. Pero como ocurre en algunos casos, las conexiones estéticas y poiéticas, entre las obras, acontece con independencia de los autores.
ResponderEliminarUn abrazo