Toda
la ciudad olía a grillos muertos. Todo el tiempo millones de grillos, además,
estridulaban en las ramas de los árboles, adentro de las grietas de edificios y
portales, en los alfeizares, puertas, batientes, azoteas...
Había
millones de grillos negros aplastados en las calles, en los corredores de
las escuelas, en las escaleras de los estacionamientos. Todo el tiempo apestaba
a grillos muertos.
Eran
días de mucho calor. Eran horas de vivir como adentro de calderas, con toda la
hediondez golpeando la frente, agrietando la garganta, punzando el paladar y la
lengua hasta la náusea.
Y entre
toda esa bruma de miasmas y delicuescencias, las palomas encontraban un lugar
para quitarse el hambre.
Había
sido el calor, tal vez, o el cansancio acumulado de tantas horas de trabajo y de
noctambulismo constante y sonante. O también, junto con todo esto, había sido
el efecto de los ocho caballitos de tequila añejo; lo cierto es que, cuando Efraín
se autonombró “el cronista de las cosas desaparecidas”, yo andaba cultivando
orquídeas y corriendo con los pies desnudos en una playa del caribe, sintiendo
lo fresco de una tarde que era otra tarde distinta, muy distinta y distante de
la que estábamos viviendo los amigos a esas horas.
De regreso
a la reunión, en el apartamento de Esteban, con los pies calzados y barriendo
lentamente con los ojos el imperfecto ruedo de caras enrojecidas que se movían
hacia atrás, hacia adelante, hacia los lados, me fui a
contemplar el cuadro que había exactamente encima de la cabeza de Roberto. Era un
óleo en que se representaba un atardecer y un lago, alrededor del cual había
unos bultos que daban la impresión de ser montes y una pequeña barca. Era una barca
flotando y sin tripulantes.
Tal vez
a causa del calor o por las voces que se encimaban, o por los otros caballitos
de tequila que había continuado bebiendo, fue así que me vi adentro de esa
barca, con otros compañeros viajando hacia alguna parte difícil de saber. El aire
olía diferente. Había frescura y silencios prolongados, y una paz que era el
colmo de la dicha.
Pero
como todo lo que se parece a la dicha inefable, de pronto la realidad de esta
otra tarde fue quitando frescura al aire; el silencio había desaparecido
completamente, haciendo imposible que la dicha continuara siendo dicha. Las risas
que sacudían el cuerpo de los amigos, los interminables chistes que contaba Carlos, todo
esto y el calor que no lograban expulsar los abanicos ni el aire acondicionado,
provocaron que me sintiera atrapado. No tenía ojos para alcanzar la barca, ni
fuerzas para correr en una playa del caribe, ni pensamiento para introducirme
en los oceanos del silencio.
Antes
de hundirme definitivamente en los remolinos de la ebriedad, recuerdo que pensé
en la barca en que había estado oyendo el chapoteo del agua del lago contra el
casco de madera y líquen, y las risas de los amigos como un coro, y el silencio
espeso, seco, lleno de olvido y desapariciones.
Abrió
la puerta y se fue a recorrer la ciudad. Toda la madrugada había estado
atrapado por una idea platónica. Cansado de estirarse los dedos para calmar las
ansias, fue considerando el itinerario para hacerse viaje en el tiempo, para
hacerse cuerpo que se mueve sobre otras sombras de otros huecos.
Salió
poco antes de que el sol se exhibiera plenamente en el horizonte.
El primer testigo de su idea-cuerpo
fue un perro, que al verlo pasar con el paso inseguro de los borrachos, se le
tiró a las piernas, sin ladrido de por medio. Pero por una de esas reacciones
que pueden darse en los sonámbulos, el cuerpo de la idea saltó y se trepó sobre
el cofre de un carro que había estacionado. Y allí permaneció a salvo de esos
colmillos, hasta que el perro se largó, sin haber soltado un sólo ladrido.
Quizás es un perro mudo y hambriento –pensó
el cuerpo-idea-, y que lo único que
deseaba era asegurarse de que yo soy cuerpo mordible, y no éste que ahora
piensa, parado sobre el cofre de este carro viejo, en un perro mudo que ha
vuelto a su sombra de existencias yertas.
Avanzó por diferentes calles hasta
alcanzar la avenida que le gustaba tanto, y que a esas horas mostraba la
circulación de las luciérnagas, u otros vehículos que se le hacían menos
horribles que los tachos de basura que había cada tantos pasos por el rumbo.
Mar
de enigmas que se guarda en cajas de color moviente.
A su paso fue topándose con otros
cuerpos que hablaban para ellos mismos o para otros menos tristes que él. Eran casi
como otras realidades que regresarían para otro tiempo.
Otro tiempo. ¿Quién sabe de esto? Paseaba
con pasos de olvido ensimismado -se pensó a sí mismo como
para hacerse otro del que iba tropezando con el afuera y el adentro. El adentro. ¿Quién sabe de esto?
La mañana estaba ya sobre todas las
cosas, a merced de esa otra realidad con el lagunar callado de las sombras,
estaba con el corazón del gran cuerpo que se desplaza –como a esa misma hora de
todos los días- hacia todas las regiones del hacer vital, en tanto que este
otro cuerpo, transido por el cansancio de no ser el cuerpo leve de las
luciérnagas, se fue malgastando en su regreso hasta caer lleno de cansancio.
Ni a quien decir que estoy aquí, de
nuevo aquí, de reqreso aquí. Ni a quien tirar el mordisco o la palabra que me
absuelva de tanta inquietud, de tanto malestar, de tanto cuerpo-idea, de tanto
vigilar el teatro de este pensamiento.
Era
mucho el sueño, tanto como el deseo de continuar leyendo a Gurdjieff.
Estaba
solo en la casa. Todo el ruido estaba afuera.
Estaba contra el peso de los párpados
batallando para conseguir el final de una historia con sabiduría asiática.
Me
levanté del sofá y fui a poner música sinfónica en el estereofónico. Durante
algunos minutos el sueño parecía haberme abandonado; pero no había terminado el
primer movimiento del Concierto No. 3 para piano y orquesta de Rachmaninof, cuando
el peso de los párpados volvió a ser más y más oneroso.
Cerré
el libro. Cerré los ojos y me dispuse a escuchar la interpretación que el
concertista realizaba en el piano.
El
sueño desapareció.
Abrí
los ojos, me levanté del sofá, tomé el libro y fui a colocarme junto a la
puerta de cristal que comunica al patio. Allí, recordando un ejercicio zen,
logré permanecer parado sobre una pierna por un buen tiempo. De ese modo –así
lo creí- podía continuar leyendo la historia sin que el sueño se introdujera de
nuevo en mi cuerpo.
Estaba
a pocos párrafos de alcanzar el final de la historia cuando llegaron Milena y
los hijos. La obra de Rachmaninof ya estaba en el último movimiento cuando
escuché abrirse el portón del garage. Lo primero que hice fue enderezar el
cuerpo; pero no pude hacerlo del todo. Había demasiado óxido en las
articulaciones. Un intenso, quemante dolor se me hizo en las rodillas y en la
espalda, y entonces, al igual que los patitos de madera que son tirados con
rifles de feria, me dejé caer sobre la alfombra, y así me puse a
esperar, doliéndome todo el cuerpo, con el libro cerrado junto a la cara, a que
acabaran de entrar los hijos y Milena…