Había
sido un día sin ventanas para huir con la mirada. Ni para respirar a todo pulmón. Detrás, en
Grand Avenue, la fila de carros era grande, y delante, había no más de ocho
coches.
Estábamos
detenidos por el rojo del semáforo. Eran casi las seis de la tarde. Era viernes
y la tarde estaba lívida bajo un cielo agonizante que asomaba sobre el elevado
freeway de la 35. Estaba en el ensueño del cansancio, con la mirada perdida en
el parabrisas y oyendo música del radio.
Como
ocurre en la vida cruda, delante de mis ojos vi una silueta adentro del coche que
levantaba el brazo derecho y que lo doblaba lentamente. Como sin creer lo que
miraban mis ojos, reconocí que en la mano de ese brazo había una pistola, ¿un
revólver?, y entonces, ahora sí con la realidad adentro de mis oídos, la
detonación ocurrió.
Hubo
un grito, y otro grito, y varias puertas de varios carros fueron abiertas, y
varios de sus ocupantes fueron hacia donde había ocurrido el disparo.
Para
ese entonces, el semáforo se había puesto en verde.
Dos
o tres coches de adelante avanzaron y dejaron el lugar para dirigirse a tomar
la 35. Algunos conductores, los de muy atrás, al ver que no avanzaban los carros,
comenzaron a tocar el cláxon.
Un pandemonium se hizo entonces.
No
sabía qué hacer o qué no hacer. Estaba anodadado por lo que mis ojos habían
visto. Aún resonaba en mis oídos el disparo de la pistola, ¿el revólver? Los gritos
habían cesado pero no el desmadramiento de la fila de autos, y los claxon que
no dejaban de aturdir, y los pasajeros que regresaban corriendo a los coches.
Nervioso,
apreté el pedal del acelerador y avancé esquivando, lentamente, los otros
vehículos y los cuerpos de los curiosos que aún quedaban alrededor del carro en
que había una mujer… agonizando o… definitivamente... muerta?
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