Desde aquella tarde en que fue llevado al zoológico, padecía Equistrá la necesidad de pintar la hermosa ave (((La cola del pavo real))). La emoción que le había producido ese fondo delicado en el que parecían flotar los aros de colores, estaba adherida a su mente como la sombra al cuerpo.
Lograr que en el muro de la casa coincidieran la imagen que traía a modo de recuerdo y el presente en el que podía adquirir vida esa forma coloreada, significaba, para Equistrá, poder reencontrarse con la dicha de un instante en la memoria del espacio.
La
imagen de Ofelia apareció.
Para Amorli Brefantas, la imagen de Ofelia era el
acercamiento de algo inevitable. Estaba decúbito en la cama, atento en mirar el
manto de luna que hacía de la oscuridad su mueble.
Brefantas cambió de posición y esperó,
boca arriba, a que Ofelia se elevara. La vio descender y la sintió posarse con
las piernas abiertas sobre su sexo.
Un calabozo helado y lleno de aleteos fue
su estómago.
Darío se encontraba escribiendo en la otra
habitación, en medio de un silencio que apenas si era sentido por el correr de
la mano sobre la hoja de papel. Después de horas ocupadas en escribir, se sintió
asaltado. Había la presencia de alguien. Alguien lo estaba tentando desde esa zona del dormitorio.
Miró hacia la esquina del techo, y dijo a
la imagen que había encaramada sobre el aire. “¿Eres tú, Fermosa?”
Malú dormía en las sutiles redecillas de
otra historia. En sus sueños estaba el futuro pronunciándose con severa
claridad. Se encontraba dictando una conferencia, detrás de una mesa cubierta
con mantel de terciopelo verde, adentro de una enorme sala apenas iluminada por lámparas esféricas que colgaban del artesonado techo. El público era una bestia de incontables cabezas, temblorosa y callada.
Hablaba de las costumbres babilónicas.
Citaba a Herodoto. Refería lo que hacían las kyrias para complacer a Afrodita,
la diosa que las mujeres de los asirios llamaban Milita. En hojas impresas por
ordenadores, Malú leía textual e inexplicablemente en los espacios del sueño.
Después de algún tiempo, Malú alzó la mirada de las hojas que leía,
y, entre la escasa luz que caía en los espacios de ese recinto, descubrió
enseguida a la mujer que estaba sentada bajo la luz de una lámpara. Tenía la
cara cubierta con velo azul. Era atuendo anacrónico el que vestía la mujer. Malú pensó
que sería una de aquellas mujeres de las que Herodoto hablaba en sus relatos, y
que se le había manifestado como prueba de que en los sueños se podía
viajar hacia otras épocas.
La
respiración de Amorli Brefantas era agitada, bronquial; la de Equistrá más bien
era húmeda y suave. La luna hacía ver en el muchacho la quietud de algodonosas pestañas y ojos que miraban hacia la bóveda oscura del
dormitorio, mientras las manos descansaban sobre el adolescente sexo.
Darío se talló los párpados. Le era
increíble estar viendo a esa joven mujer de cabellos negros. Estaba
sentada sobre el escritorio, las piernas cruzadas y vestida con una bata
amarilla en la que sus pechos se transparentaban hasta el
colmo de la transparencia.
Darío llevó la mano para tocar allí; pero
apenas la hubo acercado, oyó decir a la muchacha:
“No todo lo que se ve se toca”.
Me encanta. Es como una melodía cantada con distintas voces, pero en una perfecta armonía.
ResponderEliminarFeliz Año Nuevo, Bocanegra.
Un abrazo.
Gracias, querida Blanca. Igual te digo, que la dicha te colme este año que ha iniciado con tanto frío.
ResponderEliminarUn abrazo