Language itself is shattered, and it has
been shattered
by artists, by writers and by thinkers
Daya
Krishna
La vuelta
a la esquina había desaparecido. De las lámparas que antaño alumbraban el paso
de peatones hasta alcanzar el fin último, sólo quedaron los agujeros en que habían
estado atornillados los postes. Pero antes de toda esa avenida –o boulevard,
como la llamaban- había habido un bosque y gran cantidad de historias alrededor
de la existencia del silencio y de las nubes y de otras tantas realidades en
que se iría conformando esta zona del mundo.
Hacia atrás
la historia se podía contar por el rumbo de lo paradisiaco. Pero hacia
adelante, hacia adelante/
Los
cortes eran necesarios. En éstos podía conjugarse el ritmo de las
intermitencias con los pensamientos llenos de agujeros para filtrar así la
ilusión de estar en el fondo de una ciudad hipermoderna.
¡Cuántas
luces rojas! ¡Cuántos ríos de lava!
Pero girando
y colocándose en sentido contrario al río ascendente y descendente de rojez y
brillantez sin fin... todo esto desapareció, y entonces los ojos se llenaron de
estruendos amarillentos que noquearon la consciencia y cayó –sin dolerle a
nadie- el pensamiento en oscuros lagos.
¡Cuántos
océanos que de pronto rugían y golpeaban la espalda!
Esto estaba
ocurriendo a la altura de un moño hipervial –freeway lo llaman-, luego de
haberse descompuesto el coche y de estar esperando uno de los helicópteros en
que es costumbre, de este lado del mundo, traer al mecánico en las altas
carreteras de velocidad extrema, y en horas ya de madrugada.
Pero mientras
tanto, la ciudad había vuelto a ser una punzada en el pecho, una nostalgia de
lo que se había ido obteniendo en pérdida.
Hacer el
recuento de lo que devino en ganancia, tras las cosas que en otro
tiempo sirvieron para algo más que pura diversión, llevaría a cancelar el
servicio mecánico.
Con los aparatos que había en ese circuito de no más de
cuatro metros -el carro medía casi los 2.5 m-, se podía tocar el Aleph de
Borges. Bastaba oprimir la tecla virtual de la tableta que había sobre el
asiento del copiloto para que el cosmos apareciera, y junto a esta imagen se
pudiera escuchar la música más perturbadora del momento, y todo esto, mientras
tanto, se estaría haciendo entretensión
entre un abismo de destiempo, sin nadie que buscar en los espejos, sin nadie
para repetir el cuento de que la eternidad era una cosa maravillosa.
Sinuosa
realidad que se desbarataba en páginas y páginas que ya a nadie le interesaba
leer.
Y de
pronto, como suele ocurrir en los peores relatos (en que todo nos lo quieren
explicar) el golpe blanquecino de luz cayó sobre el coche. Así estaba avisando el
helicóptero que el mecánico descendería en cuestión de instantes.
Otra fue
la música y otra la realidad en que todo podía ocurrir, hasta el recuerdo de
una esquina y otros tantos fragmentos escurriéndose en el destiempo de otras
luces.
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