El muchacho vio a la mujer que llevaba
colgada la cámara fotográfica en medio de sus pechos. Con esa imagen entró a
los baños públicos.
Estaba
bajando el cierre de su pantalón cuando oyó una voz que decía: “Quiero
retratarte”.
El
muchacho volteó hacia ese lugar. Allí vio a la mujer que estaba con las dos
manos sosteniendo la cámara. Sorprendido, no supo qué hacer primero; si
guardarse eso o decirle algo a la mujer.
Habló: “¿Por qué quieres
retratarme?”
La
mujer vio hacia la puerta de salida, cerciorándose que no entraba nadie más y,
mientras rascaba con una uña su garganta, dijo: “Quiero atrapar el instante en
que salte el chorro de tu orina”.
El
muchacho había dejado eso afuera, con la cabeza colgando como si se tratara de
un pajarito muerto.
Sin
soportar la mirada y los destellos que hacía la cámara encima de su cuerpo, el
muchacho guardó el pene y subió el cierre de su pantalón. Pero había sido tan
rápido el movimiento, que, sin desearlo, atrapó parte del balano con la cremallera.
Gritó: “¡Tú estás loca!”
La mujer no alteró ni un
músculo de la cara. Por el contario, se mantuvo quieta, con los ojos abiertos
como un maniquí, y después de ver salir al muchacho, alzó la falda hasta la
cintura. Se puso a orinar, como cualquier otro, sobre el puerco mingitorio.
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