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lunes, 10 de septiembre de 2012

A diario









Saliste por salir de casa. No había sol a esa hora de la tarde. Estaban los mismos postes amarillos, viejos postes de semáforo, atorando o dejando ir a los peatones y a los coches con sus personajes encerrados en su sombra. Llegaste a esa esquina donde alguna vez hubo una cafetería y donde alguna vez habías entrado y bebido un americano sin azúcar; donde sin decidirlo tú, habías estado yendo y viniendo por los constantes paseos de la muchacha que atendía las pocas mesas del lugar, y donde después de mucho vaivén terminaste siendo hipnotizado por esa danza de tacones y vasos temblorosos, terminaste siendo ajeno a tus propios pensamientos y a tu propio cuerpo. Fue esa tarde, adentro de ese cafetín que ahora ya no existe y que se llamaba Tierra de Nadie, cuando fumabas el cigarrillo sin filtro junto a la segunda taza de un expresso tibio y ácido, que meditaste sobre la ruta de escribir ciertas crónicas en que estaría presente la desaparición y la decadencia de vivir en esa ciudad de tus noches.

Depués de varios meses de escritura, llenaste varias libretas y las guardaste para ese día en que ibas a pasarlas en limpio con la Olivetti azul que  habías tenido por tantos años y que ahora, como el cafetín que ya no existe, desapareció, como también desaparecieron las libretas y los casetes en los que solías escuchar las extrañas mezclas de música y voces; literatura concreta sonorizada. Letras que no viene a cuento citar aquí, precisamente.

            Entonces un temblor de párpado se te hizo en el ojo izquierdo, y como si en esto hubieras encontrado la felicidad de ser un cuerpo vivo, un cuerpo que se llenaba y se vaciaba de sensaciones y de pensamientos inciertos, es decir, pensamientos de inefable realidad, pensamientos para morir en el silencio de la mirada colmada de superficie y de tiempo. De nada. 

Respiraste hondo y continuaste la marcha. En el trayecto se te fueron presentando algunos rostros de aquellos días en que te pasabas las horas vagando. Rostros de amigos y de enemigos, de conocidos y desconocidos. Rostros que se te presentaban sin tú decidirlo. Apenas habías cruzado la calle donde alguna vez tropezaste con el odio de los polícías municipales, cuando se te vinieron en cascada fragmentos de esas crónicas que jamás ibas a recuperar. Escuchaste la voz oscura, seca, temblorosa que hablaba de la mujer que había caído desde lo alto, en el interior de un cine. Viste o imaginaste el cuerpo de la mujer cayendo en medio de la sala llena de humores y de humo (todavía no existía la restricción de fumar en las salas cinematográficas). Imposible estar seguro cuál era la película que estaban proyectando cuando cayó el cuerpo y produjo un estallido de gritos; ya por el cuerpo de la mujer que yacía estremeciéndose en el suelo como por los que habían sido lastimados por el inesperado golpazo. Aunque  no se pudo determinar si había sido suicidio o asesinato, había quedado para la historia de ese cine el suicidio o asesinato de esa mujer. Como punto final de ese fragmento, escuchaste la ineludible pregunta: ¿Cuándo ocurrió esto?, pero enseguida se te formó la duda de si había sido nada más que un cuento tuyo con el que habías intentado desbaratar el bulto denso que no te dejaba respirar en aquellas noches, o si había sido cierta la muerte de esa mujer que yacía (todavía en tu memoria) temblorosa entre las puntas de los zapatos y bajo la mirada incrédula de los personajes que rodeaban el cuerpo de la muerta.

            Cansado de vagar, te sentaste en la banca del parque que continuaba allí como en aquellos días, es verdad que más gastado y sucio, y más lleno de sombras por la cantidad de álamos.

Cerraste los ojos y fuiste llenándote de momentos tristes, provocados por las breves historias de pasajera alegría que se urdían en el fondo negro de aquellas noches. Irrepetibles como todo lo que está lleno de tiempo. El temblor de ser y de estar en la orilla de la tarde, de tocar con los ojos esta otra noche, de experimentar el frío que nacía con la incertidumbre y el acabamiento de otro día, el olor de aquellos cuerpos que habían estado tan cerca y tan lejos de tus manos, el ruido de los coches, el color de los semáforos que desaparecía entre todas esas luces, y el murmurar de tus pensamientos que estilaban, y la nada de morir a diario, y el soplo en que se expulsaba lo irremediable, como había ocurrido desde siempre.

A diario.





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