En
la calle el ruido carcomía la calma y adormecía el pensamiento. Como un tumulto
de láminas cayendo era todo eso que destrozaba el vidrio limpio de la mañana. Mala
idea, quizá, fue meterte a vendedor de enciclopedias en un tiempo abigarrado y descompuesto
por el veneno diario de la angurria y el despojo. Pero allí ibas con el maletín
negro, descarapelado en sus filos, llenándote la cabeza con historias del mejor
azar.
Antes
de pulsar el timbre en la casona que prometía suerte, limpiaste la frente y
secaste el sudor con un sucio pañuelo anaranjado. Enseguida, ante el imaginario
espejo arreglaste las puntas de la camisa, apretaste el nudo de la corbata y
esperaste a que la mujer de tus sueños abriera la vieja puerta de madera.
Fue
hasta después del tercer timbrazo que se abrió el portón; pero no apareció la mujer de tus sueños sino
un viejo con el pijama puesto y con unas gafas negras que le cubrían hasta
media cara; la otra mitad estaba poblada por una barba grisácea que le llegaba
hasta el pecho. Después de unos instantes, el viejo dejó salir una voz gruesa y
estropeada por los años:
-¿A quién busca?
Y tú, como quien ha estudiado mucho
el discursillo, soltaste la voz con cierta prisa, pues sabías bien que de
hablar por lo bajo y lentamente, el viejo se te dormiría allí mismo o te rompería
la cara con el bastón en que estaba sosteniendo su corpachón de no menos de
ciento y tantos kilos.
Luego
de acabar de recitar el discursillo y de mostrarle el muestrario en que
aparecían las distintas enciclopedias con sus distintos precios, notaste que el
viejo estaba sonriendo, como si le hubieras estado contando un chiste. Y tú,
seguro que lo habías convencido con tu perorata, sacaste del maletín el bonche
de papeles en que estaban las hojas del contrato.
-Ni sigas, muchacho –te detuvo el
viejo, mientras tratabas de ordenar las hojas en la bitácora de madera -. Nada
de todo eso que traes me interesa. En mi cabeza no hay lugar más que para
sueños y otras porquerías. Así es que, adiós y buena suerte-. Y se soltó riendo
por algo que había visto en tu cara o en alguna parte de tus ropas.
Cerró la puerta y tú te quedaste abanicando
la cara con las cartulinas del muestrario, maldiciendo tu negra suerte. Luego avanzaste
hasta colocarte bajo la sombra de un fresno, y sacaste el maltrecho paquete de
cigarrillos. Tras de golpear varias veces el filtro anaranjado en la uña del
dedo, para que con esto el tabaco acomodara y apretara bien, lo encerraste
entre los labios y lo dejaste allí, estilando mientras sacabas del bolsillo del
pantalón el encendedor y pensabas en lo bueno que habría sido que el viejo
hubiera comprado alguna enciclopedia. Pero no. Estabas igual que ayer y que
antier y que casi una semana entera (tu primera semana como vendedor de
enciclopedias) : no habías podido vender una sola enciclopedia en más de
treinta horas de andar como loco hablando solo y soñando en que conocerías a la
mujer de tus sueños detrás de una de esas puertas.
“Maldita la hora en que aprendí a
fumar”, te dijiste, mientras sentías el fuerte ardor en la garganta y la
pastosa resequedad en el paladar y la lengua. Pero como si el humo del cigarro
fuera agua fresca, le diste –con más desesperación y coraje- otra calada. Y entonces
tu cuerpo comenzó a ser sacudido por esa tos que te aflojaba las articulaciones
de los huesos, y al instante los ojos se te llenaron de lágrimas, y la frente
se te mojó de sudor, y debajo de ésta comenzó a surgir el martilleo de la
incipiente migraña que, con el paso de las horas, terminaría derrumbándote hasta el límite del
suicidio.
Después de varias calles de ir
maldiciendo tu suerte, detuviste el paso frente a una tienda de autoservicio.
Necesitabas limpiar la cara y aprovechar el baño. La muchacha que estaba detrás
del mostrador, al ver que te dirigías al sanitario, te dijo que no podías
utilizarlo.
-¡Y entonces! –exclamaste con rabia.
La muchacha te ignoró haciendo como que revisaba algunas facturas, contenta de
imaginar el sufrimiento por el que estarías pasando.
Saliste y fuiste apresurado a buscar
un rincón a la vuelta de la esquina, pero lo que hallaste fue el sol cayendo en
toda la superficie de la calle. No había dónde vaciar las necesarias –como las
había llamado Quevedo. No había ni un arbolito en el que hicieras lo que
cualquier otro perro haría. Bufaste de desesperación y continuaste arrastrando
tu urgencia hasta que finalmente apareció una gasolinera.
Luego de una o dos horas de tocar
otras puertas y de no haber visto a la mujer de tus sueños ni haber conseguido
vender nada, vino entonces la hora de comer y de beber. Hurgaste en los
bolsillos y sacaste el billete que llevabas: diez miserables pesos. “Sólo sirve
para comprar un refresco y una galleta. Y nada más”.
Te introdujiste en una pequeña
tienda de barrio y sin vacilación fuiste a abrir el refrigerador para sacar una
soda. Enseguida de dar un trago, preguntaste a la mujer que estaba detrás del
mostrador si preparaba tortas de jamón. Contestó que sí. Antes de pedirle que
te preparara una, preguntaste que cuánto costaba. Te lo dijo.
Con
embargo, por la humillación que raspaba tu esqueleto, le pediste que te preparara
la torta, pues era más el hambre que tu orgullo para decirle a la mujer que
sólo traías diez pesos.
Aprovechando el momento en que estaba
la mujer cortando el jitomate le hablaste de las enciclopedias. La mujer dejó
de cortar y se te quedó mirando con sus ojos de vaca enferma, y luego dijo:
-¿Qué son las enciclopedias, joven?
Tras escuchar estas palabras, en el
estómago se te soltó una tormenta ácida que te obligó a cerrar los ojos y a
pensar en lo que tenías que decir para calmar tu dolor y hacer hasta lo
imposible para venderle a la mujer una enciclopedia.
Cuando
estabas por abrir la boca para lanzarte con la intención de venta, entró una
pareja de adolescentes con el uniforme de la escuela (Secundaria Técnica,
pensaste) y se dirigieron a la mujer para pedirle que les vendiera un par de
cigarrillos.
La señora ni se limpió los dedos
para sacarlos del paquete que estaba abierto y que había recogido del fondo de
un cajón. Después continuó preparando la torta de jamón, absolutamente ajena en
querer saber qué eran las enciclopedias.
Entonces diste otro trago a la soda
y pensaste en que lo mejor era comer la torta y ver qué ocurriría por tu mente
luego de calmar un poco el hambre.
-¿Es todo, joven? –preguntó la señora,
y añadió, antes de que tú dijeras algo-. Son quince pesos por la torta y el
refresco.
-Oh, señora, no me haga eso –hablaste
como el actor en que soñabas convertirte-. Tengo hambre y no más que diez
pesos. Pero mire que ahora mismo le explico qué son las enciclopedias y ya verá
lo útiles que pueden serle para saber más sobre el mundo y sobre tantas otras
cosas importantes.
La mujer devolvió la torta a la
tabla en que había estado preparándola, y dijo:
-La soda cuesta cinco pesos. Ésta si
puedes pagarla, muchacho.
En ese momento hubieras querido
ahorcarla y luego comértela enterita y vomitarla sin pudor ni remordimiento.
Le
entregaste el billete y esperaste el cambio.
-¿A cómo vende cada cigarrillo?
–preguntaste con la boca llena de rencor.
-A peso.
-Deme tres.
La vieja te los dio junto con los
dos pesos que sobraban.
Después de guardar dos de los
cigarrillos en el parche de tu camisa, encendiste el otro y saliste con las
piernas cansadas y la cabeza a punto de estallar.
Lo que siguió en la tarde, es
capítulo de otra historia.
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