El otro
Krishna interrogó: “¿Qué ocurriría si te quitan el nombre que has llevado por
tantos años? ¿Qué harías en un lugar donde ni un sonido de palabra identificas
ni mucho menos entiendes, y donde nadie se fija en ti, donde llegas a
experimentar la más absoluta indiferencia de todos los que pasan a tu lado?”
Fue así que se te vino la imagen del
otro Krisha interrogándote mientras mirabas en el televisor esa película en que
aparecía Bob Dylan con una tejana gris y vaqueros y un bigote delicadamente
estilizado.
Escuchaste
el blues que sonaba en torno a los diálogos de la mujer (Jessica Lange) y el
otro personaje de nombre desconocido para ti; pero no seguiste el hilo de la
conversación que se ofrecía violenta o en absoluto razonable.
El blues,
las palabras del otro Krishna y el desasosiego fueron como los engranajes de
una máquina trituradora. Apretaste los ojos para evitar lo inevitable: la
angustia de estar entre acordes de blues y palabras de personajes gritando o
murmurando, y sombras en interiores que desaparecían –pocas veces- en un tiempo
de mañana gris.
Alguien
te había hecho creer que todo eso que estaba ocurriendo ante tus ojos estaba
siendo fabricado con sucias lámparas que simulaban ser la luz del sol.
“Era
un día sin día”, concluiste.
Te levantaste
del sofá y dejaste el televisor con la película actuando para las fotografías y
los cuadros que colgaban en la pared. En la cocina destapaste una botella de
cerveza y saliste al jardín a beber y a fumar, a pensar y a ignorar las
preguntas que había hecho el otro Krishna.
El temblor
de los árboles y la quietud de los muros te hablaban del tiempo sin tiempo. Y luego
escuchaste el paso de los coches que sucedía allá en la avenida. Bebiste un
trago. Fumaste. Escapó enseguida el humo y tus ojos se fueron hasta el cielo. Allá
también te hablaron de la ilusión del vivir y del morir. El temblor de los
dedos al acercar el cigarrillo hizo que sintieras el remolino que había
empezado a raspar adentro de los párpados.
Diste
otro trago a la cerveza y escuchaste: “Ser como una piedra. Invisible entre otras
piedras. No ser rama ni hoja ni tronco ni nada que lleve inevitablemente a la
muerte. Ser polvo, aire, agua. O mejor; no ser, no estar, no…”
Regresaste
al sofá y la película continuaba. Estaba Dylan tocando con otros tres músicos. Luego
aparecieron varios soldados corriendo con sus armas preparadas para disparar a
las afueras de un edificio, adentro de una ciudad moderna.
La mujer
(Jessica Lange) entró a una sala de grabación. Traía un cigarrillo encendido. Los
otros personajes no mostraron interés en ella. Continuaron manipulando los
botones de la sofisticada máquinaria con la que iluminaban y modulaban los planos
en que daban realidad dramática al escenario en que estaban Bob Dylan y los
otros músicos interpretando un blues.
“Todo
eso está presentado como en un sueño”, dijiste. Y entonces te dieron ganas de
dormir. Cerraste los ojos y no quisiste saber más nada de lo que iba sucediendo
en la película.
No pudiste
dormir. Las preguntas del otro Krishna volvieron a sonar adentro de la cabeza.
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