No era
más cierto ni más seguro hablar de yo que de tú. Tanto yo como tú formaban
parte del cúmulo de sombras arrinconadas y que había que sacar a la luz de las
lámparas. Esto es, había que hacerlas vivir al ritmo de horas nocturnas, haciéndolas
meter el cuerpo en cuestiones que durante el día era casi imposible tratar con
el tono y la fuerza de los pianísimos.
En el
día los rugidos de los motores aéreos y terrestres inhibían para tratar nada con
las sombras. En los días todo aparece en abundancia de imágenes que enceguece;
son días en que el deseo de infinitud se apodera de la eternidad en que
descansa el vacío, y no hay nada que no aparezca investido de posibilidad. Pero
lo cierto es que esa abundancia de imágenes en que todo parecía posible de ser adquirido,
se desvanecía irremediablemente en la imposibilidad de poseerlo.
No había yo ni tú. Entre nosotros sólo había materia reventada por tantas formas y
colores. La sombra de nosotros se hacía apenas con la realidad de algo que se anunciaba mediante
matices y bajo otras formas. Y por algo que ni ellos (yo ni tú) imaginaban en el
momento en que estaba ocurriendo esa explosión de formas y colores, ya en otro
momento y a orillas de la luz de las nocturnas lámparas aparecería –a pesar de
nosotros- una cuestión impremeditada: ¿No será mejor hacer aparecer todo en
las imágenes pero como si fuera algo imposible de alcanzar en ese todo, para
así, entonces, convocar a todas las energías que harán posible (((pensar))) en
alcanzar lo imposible?
Ya se
ve con esto cómo los ángulos desaparecerían del cuerpo ensombrecido. En su
lugar, más que ver, llegaría la sensación de escuchar la inasible suavidad de
ese pianísimo. Magnífico momento en que el tacto y el oído se volverían, una
vez más, como gotas de un mismo cuerpo iluminado en la ausencia de yo y de tú.
Otra noche, entonces, a la luz de las lámparas...
Me ha encantado. Soberbio.
ResponderEliminarGracias, Daniel. Hacía tiempo que no te leía por estos lares.
ResponderEliminarSaludos