El guardián no estaba afuera, sino adentro.
En el lugar de lo invisible y de lo
intocable estaba el juego dilatado de una duda aterradora.
El guardián
poseía las claves del juego.
Si el juego era realizado con las
claves equivocadas, el guardián continuaría reinando en el espacio de lo invisible
y de lo intocable, y por consecuencia, la existencia se mantendría bajo el
dominio de la aterradora duda.
Vivir así, era terriblemente
cansado.
Pero si
el juego era realizado con las claves protegidas por el guardián, era posible
que el resultado se convirtiera en la liberación de la existencia.
Existir era -tras la liberación-
colmar la existencia con el ser de la vida, de tal modo que el adentro y el
afuera estarían conectados con todos los pasadizos que el guardián no había
dejado transitar a los jugadores que se habían visto bajo la sensación de estar
bajo los dominios de la onerosa duda, provocando, de pronto, que en ellos se
experimentara la existencia sólo y nada más que como un simulacro: un simulacro
de ser real en una existencia controlada por el cansancio.
Bajo el simulacro: existir era
cargar una duda del tamaño del horror.
No hay peor cansancio que el que
provoca una existencia atormentada por el horror de existir en la duda.
En el
simulacro de ser real, la existencia difícilmente podría alcanzar la plenitud
de vivir. Plenitud de vivir era estar más allá de cualquier dominio aterrador. Liberarse
de este dominio, significaba haber vencido al guardián y a las claves de su juego
aterrador.
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