“La historia entre tus dedos”, fue una frase que
escuché frente a mí, en el bus donde viajaba.
“La historia entre tus dedos”,
había dicho la muchacha a su acompañante, un hombre un poco mayor que ella. Dijo
la frase más de una vez, y el hombre, en cada ocasión, había hecho el mismo
gesto: bajar un poco la cabeza para mirar sus manos, y entonces quedar en esa
posición por casi seis segundos, observando lo que sólo él podía observar, y finalmente,
en todas esas veces, había levantado la cabeza para mirar a la muchacha, y la
muchacha le había sonreído, y él no había pronunciado ni una sola palabra.
La miraba como si estuviera mirando
por una ventana de vidrios sucios; entrecerrando los ojos y queriendo enfocar
lo que allá afuera parecía lleno de escombros.
“La historia
entre tus dedos”, cuando pronunció la muchacha la frase por cuarta ocasión, a
mí me pareció ver la sangre entre los dedos del muchacho. No era sangre que
hiciera pensar en una herida, sino en sangre menstrual. Por alguna razón
imposible de decir, en el momento en que la muchacha dijo: “La historia entre
tus dedos”, penetró en mí el intenso olor de sangre guardada por días y noches en
los rincones más profundos de la carne. Olía como a yerbas enlodadas, a limones
viejos, a sudor y a telas húmedas; era una mezcla de sustancias que sólo Grenouille
habría podido distinguir sin equivocarse.
La muchacha
cambió de tema, y su acompañante dejó de inclinar la cabeza para observar sus
manos. El intenso olor a sangre menstrual también desapareció, y yo tuve que
levantarme de mi asiento para bajar en la siguiente parada.
Al llegar
a casa, “la historia entre tus dedos” seguía sonando en mi cabeza con la misma
voz de la muchacha, y yo también sentí una poderosa necesidad de bajar la
cabeza para mirar mis manos. Y entonces vi lo que sólo yo podía ver y que no
era posible comunicar a nadie; entonces comprendí por qué el muchacho no podía
decir nada, por qué solo era posible mirar a través de una ventana de vidrios
sucios.
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