Se fue el tren. Entre las vías, una lagartija quedó temblando.
Eran poco más de las doce; el sol era un aliento polvoso que se untaba, tibio, en la cara y en los brazos.
No llegó a quien había estado esperando. No llegó o, quizás, nunca tuvo la intención de venir en el tren de las 8:30.
En la estación, las voces se mezclaban con el paseo de las sombras, y el fuerte olor a perfumes y a telas que se alejaban, hacían que la ausencia fuera un remolino.
El sol, el polvoso sol, acabó sofocándolo hasta las náuseas.
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