Hablaba
solo. Se asomaba hasta el horizonte y hablaba de lo que sus ojos iban acercando,
mientras manejaba el bocho verde oliva con rumbo a su casa.
“Todo
empezó así”, decía, “y todo seguirá así”. Después sacudía una mano y se ponía a
esperar el regreso de lo que se había ido con cada sacudimiento.
“Al
cabo de tantos años, descubrir toda la gran mentira en que nos hemos puesto a
jalar la carreta. Todo para ver cómo se va yendo y desapareciendo eso que
creíamos cierto y verdadero”.
Cuando
no hablaba se quedaba dormido en cualquier silla, y poco importaba la hora y el
lugar. Se quedaba completamente dormido en el salón de clases,
detrás del escritorio mientras hacía leer a los estudiantes alguno de los capítulos del libro de texto que había venido utilizando desde hacía muchos años, y no despertaba hasta que llegaba el siguiente profesor
y lo sacudía para que dejara el lugar. Entonces se levantaba y salía del salón
balbuciendo.
Adentro
del coche, miraba el reloj, y luego de asegurarse de que estaban todas las puertas
bien cerradas, descansaba la frente en el volante y dormía hasta que el
sofocamiento y el sudor lo despertaban.
De regreso
a casa volvía a hablar sobre todo eso que había delante de los ojos, o bien, sobre
todo eso que le iba pasando adentro de la cabeza.
Pero
llegó la noche en que manejando su viejo bocho se quedó dormido y no despertó
jamás.
Han pasado algunos años desde aquella última noche en que murió el tío Ramiro, y según
parece, uno de sus hijos, el primo Javier, ha comenzado a hacer lo mismo que su
padre, pero con la diferencia de que aquel actuaba como profesor y el primo es chofer de
taxis.
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