Todo era posible, aunque nada acabara –o
también porque nada acababa- siendo como había sido pensado.
Fue
por eso mismo que M renunció a levantarse, como lo había hecho cada mañana
desde hacía tantos años.
No tiene sentido hacer lo que a nadie le
importa en absoluto –había dicho M-. Al final de cuentas todo lo que uno hace acaba convertido en polvo.
Pero
en otro tiempo, M había sido el paradigma familiar de la positividad y el
optimismo a prueba de noticias diarias, nefastas. Las crisis económicas, por
ejemplo, le daban gusto, porque pensaba que con ellas se podía hacer mucho más
que llanto o pataleo a todas horas. Creía que el hombre tenía todo lo necesario
para alcanzar a conocer no sólo el futuro sino el infinito. Respecto de la
violencia en tantas partes del mundo, consideraba que era un mal socialmente
necesario, y por esto mismo inevitable.
La felicidad está todo el tiempo en tus
manos –afirmaba M en aquellos días de intensos entusiasmos-. Sólo necesitas ponerte a cultivarla según tu
estilo y personalidad.
No
se lanzó a escribir libros de autoayuda porque creía más en la acción y en la
palabra directa; pero de haber escrito todos aquellos pensamientos, tal vez
ahora, en esta misma tarde de junio, estaría viendo las aguas del mar caribe
desde una amplia terraza - muy contento de las ventas de sus libros-, con
música de fondo, con vino blanco fresco al lado suyo y revisando los mensajes
que le llegarían a su teléfono inteligente.
Pero
el optimismo de M que lo había llevado a afirmar que el hombre era más de lo que el mismo hombre pensaba de sí mismo,
acabó abandonándolo el mismo día en que vio su verdadero rostro en un espejo.
Experimentó todas las horas punzando en esa zona inaccesible que se llama
inconsciente. Descubrió a quien nunca se había imaginado que había debajo de esa
piel.
Ese
mismo día encontró los desfazamientos y las incongruencias por los que la vida
se iba todo el tiempo y que él nunca había creído que así ocurría desde siempre.
En esa misma tarde se dejó caer sobre la cama y no se levantó de allí por
varios días. Y así permaneció adentro de la casa sin abandonarla jamás.
Después
de varias semanas, su mujer dejó de hacer preguntas que él ni siquiera
escuchaba. “Muérete como un perro”, le dijo ella, exasperada porque M ni
siquiera abría los ojos para verla. De no ser por los hijos -todos ellos con
negocio propio- ni M ni su mujer habrían continuado viviendo en esa casa tan
grande y tan visitada por tantos amigos en otros años.
Desde
entonces la mujer de M ha preferido pasarse las horas en casa de alguno de sus
hijos, y regresar hasta en la noche y entrar a la habitación y estar segura de
que aún sigue respirando M.
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