No se podía
ir la imagen de mi cabeza. Adentro de mi mente pataleaba toda vez que escuchaba
el paso de los aviones afuera del apartamento.
Allí
seguía el enorme avión, detenido en la pista, con los motores encendidos.
También allí, continuaba la otra pequeña máquina –un robot- investigando el
funcionamiento de las hélices, la resistencia de las ventanillas en que
estarían detrás de ellas los pilotos, y las otras ventanillas, las de los
pasajeros. Todo el cuerpo del gigantesco avión era leído por los ojos
telescópicos del robot que se desplazaba sobre una patineta alrededor y debajo
del gigante.
En
esta pequeña máquina radicaba la evaluación del funcionamiento de la otra
máquina: gigantesca máquina.
El robot leía y enviaba la información al cerebro
de inteligencia artificial, invisible para nosotros, la cual era la que daba la
aprobación o desaprobación del funcionamiento en que operaba el gigantesco
avión.
Con
dicha construcción de imagen (((apoteosis de la tecnología en robótica: made in television))), se me fue yendo
el tiempo de un día entero.
En la
madrugada de otro día sin rostro, fue verme corriendo –subiendo y subiendo;
nunca bajando o deslizándome- sobre médanos de un desierto infinito.
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