El
otro día el abuelo de mis hijos –como si se tratara de la cosa más natural del
mundo- le pidió al cielo cosas ajenas a la realidad que lo había acompañado desde
que murió Isaura, su mujer. Decirlo suena sencillo, pero haberlo escuchado decir
a él, un viejo con doctorado en medicina y con bastantes años entregados al estudio y
la meditación, lleva –en nuestro caso, a mi mujer y a mí- a no dar crédito, o
al menos, a quedar fuertemente impresionados.
Era un sábado que parecía igual a otros
sábados en que nos reuníamos a comer y charlar. Estábamos en los postres, o más
allá de los postres, en la copita de licor y tabaco, cuando el abuelo de mis
hijos se levantó. Supuse que iría al baño o que se había levantado nada más que
para acomodar los perniles. Pero no fue así. El abuelo se puso a invocar a sus
penates y a pedirles, con la copa en alto, que le devolvieran la risa de
Isaura, el canto de Isaura, la mirada de Isaura, el cuerpo de Isaura...
-¡Papá, por favor! –intervino mi mujer-
¿Acaso se te ha subido el brandy?
Pero el viejo ni oyó ni hizo caso de
las amonestaciones de su hija. Continuó invocando y pidiendo, todavía con la
copa en alto, hasta que se le fue la voz y cayó en un estado de absoluta
inconsciencia.
Mi mujer se alarmó. Lo tomó de los
hombros y lo sentó en el sillón horizontal, y se acomodó ella también junto a
él.
El abuelo de mis hijos no cerró los
ojos ni cuando Nicanor –nuestro hijo- entró corriendo y azotando la puerta
detrás de él.
-¿Crees necesario llamar un médico? –me
consultó Helena.
-¡Pero si lo tienes a tu lado! – le solté
mi asombro a ella. A quien noté, por cierto, que estaba más preocupada que
cuando se le había detenido la regla, el tiempo suficiente como un claro aviso
de que estaba en camino el tercero de nuestra estirpe, Mariana, quien en ese
preciso momento estaba jugando con unas amigas imaginarias en el jardín y ni se
enteraba de lo que estaba ocurriendo en la sala de la casa de su abuelo.
Después que dije lo que dije a Helena,
el viejo dirigió su cara adonde me encontraba y me dejó ver la profundidad en
que habían caído sus pensamientos, o si se quiere, me inquietó notar la más
absoluta ausencia de brillo en sus ojos. Fue como si en ellos la negrura de las
pupilas se hubiera expandido hasta ocupar la zona esclerótica. No sé si lo
pensé en ese instante o si es ahora que lo pienso, al ver esos ojos tan abiertos
a la nada, tan llenos de sombra espesa, me hizo pensar en la transmigración de
las almas.
Lo
cierto es que Helena levantó su brazo derecho y se puso a pasear la mano frente
a los ojos de su padre, diciendo: “¿Qué te ocurre, papá? ¿Por qué no hablas ni
parpadeas? ¿Qué sientes? A ver, dime, ¿qué es lo que está paseando delante de
tus ojos?”
Entonces Nicanor salió del baño y se
detuvo para averiguar lo que estaba ocurriendo.
-Regresa a la calle –ordenó Helena.
-¿Se ha puesto mal el abuelo? –preguntó
el muchacho.
-No sabemos –dije.
-Bueno. Estaré afuera con Alejandro.
Después de esto, regresó la voz al
viejo y se puso a susurrar otros ruegos más que se le habían quedado atorados
en el cuerpo. Al volver a hablar para sus dioses, los ojos volvieron a
recuperar el tamaño habitual de las pupilas. Pero la voz que se le había venido
a la boca, ya no era la misma que le habíamos escuchado utilizar por tanto
tiempo. Era una voz como de mujer enferma y vieja. Pensé otra vez en la
transmigración de las almas.
¿Será
que habla en él la voz de su abuela?, farfullé para mis adentros.
Luego de observar la blancuzca cera
que se le había formado al viejo en la comisura de los labios, Helena se
levantó y fue a la cocina. Trajo un vaso de agua fresca casi lleno hasta los
bordes y se la dio a beber, como si de un niño se tratara.
Al presenciar la carnavalesca escena
que comenzó a hacerse, preferí salir a la calle y pasear fumando el cigarrillo
que tanto necesitaba para sofocar los aletazos del desconcierto y el pudor.
Nunca imaginé lo que sucedería en mi
ausencia. La transmigración se había convertido en verdadera locura. Encontré a
Helena gritando a su padre que se callara. Y el viejo, como había ocurrido
horas antes, ni la escuchaba ni le importaba nada de lo que decía su hija. Pero
esta vez, lo que hablaba el viejo con voz de vieja enferma, eran frases
lapidarias, como si con ellas quisiera abrir las puertas del cielo o del infierno.
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