Hablaba de la perfección. Creía en la perfección. Pero
le asustaban el movimiento y la enfermedad.
Le importaba mucho la evolución. Pensaba que la
evolución era el sentido de vivir. Pero le aterraban la guerra, la destrucción
y la muerte.
Suponía que vivir significaba la permanencia
irrefutable. Pero cada vez, cada día, cada mañana que sucedían en su cuerpo,
verse ante el espejo era aterrador.
Pasaron los años, y hasta entonces descubrió que la
perfección era apenas la idea de un deseo suyo; que la evolución, para que ocurriera,
era necesario que hubiera destrucción y muerte; que la permanencia en el vivir
era ilusoria, que lo impermanente era lo único cierto y real, que vivir a
diario era morir a diario, que nadie estaba para siempre, que nada y todo estaban
como una condición de hacer posible el movimiento.
Gastarse era movimiento.
Dormirse era movimiento.
Crearse era movimiento.
Destruirse era movimiento.
La muerte, tal vez, era la detención absoluta del movimiento.
Que nada en ella estaba para ser permanente o
impermanente.
Que nada en la muerte existía para declararse como
cierto y verdadero.
El mundo no existía para la muerte.
La muerte no existía para el mundo.
Quien creía en la perfección era un ser iluso.
Quien pensaba en la imperfección era un ser nervioso.
Nervioso se sacudía en los temblores del nunca estar
quieto.
La calma quieta de la paz era una idea sin fundamento histórico.
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