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miércoles, 4 de mayo de 2011

Las obsesiones de mamá

Llegó Kafka con Gregorio al lado. Entraron y se acomodaron en los silloncitos verdes de la sala. Allá se veía mamá, detrás del enorme ventanal, frente al caballete pintando las flores negras y el enorme sol amarillo que la obsesionaban. Después de varios minutos de mirar a Gregorio, Kafka se levantó y fue a leer los lomos de los libros que había en el pequeño librero de madera negra. Allí permaneció un rato sacando y hojeando distintos volúmenes. Durante todo ese tiempo, Gregorio no hizo otra cosa que mirar las patas de la mesa  y rascarse la nariz. La tarde era clara y apacible en el patio donde se encontraba mamá diluyendo el borde amarillo del disco solar. Se le veía concentrada, ajena absolutamente a la visita de Kafka y Gregorio. Fue el timbre del teléfono el que puso nervioso a Gregorio, y a Kafka, lo puso en un estado de espera. Gregorio se puso rígido, con los ojos muy abiertos, mientras que Kafka entrecerró los ojos y mantuvo el libro abierto entre sus manos. El teléfono continuó timbrando pero nadie hizo nada por callarlo. Del otro lado colgaron y el teléfono volvió a ser nada más que una cosa entre otras cosas. Kafka cerró el libro y regresó al silloncito, cruzó la pierna y se interesó en lo que estaba haciendo Gregorio. Éste continuaba rígido y con los ojos muy abiertos. Era como si el timbre hubiera sido una cuerda adentro de su cuerpo que lo había tensado hasta no poder siquiera parpadear ni respirar. Kafka inclinó el cuerpo y dio unas suaves palmadas en la espalda de Gregorio. Soltó éste un suspiro, luego apretó los ojos  y se mantuvo así, mirando adentro de sí, hasta que Kafka le dijo que se levantara y fuera a saludar a mamá. Fue pero no quiso cruzar el umbral. Desde atrás del vidrio de la puerta corrediza aplastó la mano en señal de saludo. Mamá sonrió y continuó pintando. Las flores negras tenían el color verde de los sillones en sus tallos. Como siempre, las flores estaban tiradas sobre una calle sucia, en la que también se veía la cabeza de un perro olisqueando algo indefinido. Antes de abandonar la casa, Kafka dejó adento de uno de los libros que había estado hojeando, los pétalos negros de una seca flor. Gregorio iba contento al lado de Kafka.

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