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miércoles, 31 de agosto de 2011

Para otros ojos



Ya que la muerte ronda
soberana a tiempo
con el puñal de horas pinchando
en las pupilas junto a los que van
despiertos y caminan flojos
por los días...

Ya que esta forma o formas
de la ausencia escapa al ojo
y cae en el paso frío
de un instante que revienta
como en olas de desastre
sobre el rostro de una niña...

Ya que no hay noche
ni mañana para abandonar
el cansancio que ha dejado
tanto sueño,
tanto insomnio enfebrecido,
tanto creer en lo imposible…

Entonces, sólo entonces,
la razón se vuelve polvo
y surgen otras formas
para otros ojos que a la muerte
ignoran.

domingo, 28 de agosto de 2011

Intensidades










Siempre la misma imagen a la misma hora: un patio andaluz a media mañana, una ventana abierta, una guitarra posada detrás de un atril, una silla negra y el banquillo donde el guitarrista (o la guitarrista) pondrá el pie para tocar de manera clásica. Luego surge un poco de historia. Una historia breve cada día, después de pasear los ojos por ese patio andaluz y penetrar en la quietud fresca en que yace la guitarra anaranjada, siempre.
     Si es lunes la historia inicia a la par que se oye Preludio para Olga (Jorge Morel). Los dedos del guitarrista (o la guitarrista) pulsan suave y pulcramente los acordes de la pieza. No es visible el rostro del guitarrista. Sólo es música. Son sus cabellos negros los que tiemblan con cada matiz encontrado en las cuerdas, en el diapasón, en la caja anaranjada. Son sus cabellos los que pasean sobre el suave resplandor que se hace en la madera del instrumento que ahora expresa Milonga de Jorge Cardoso. Nostálgicas notas que resbalan y que hacen el contrapunto en medio de esa habitación, abierta a un patio de blancura y sol.
    Si es domingo la historia se esconde en un soneto –mapa de una historia de imposible novela-, y es Antonio Lauro a quien interpreta el guitarrista (o la guitarrista). Carorá y Natalia son las piezas que suenan a la par que el soneto va planteando el problema en su primer cuarteto, y es ya en el segundo cuarteto que la exposición se ha hecho plena, y plena es ya la ejecución que el guitarrista hace de Natalia: vals tierno que huele a tierra, a yerba, a cafetal y ron. Con el primer terceto la hora en el patio andaluz se ha llenado de flores, de colores y sombra en paredes blancas, blanquísimas. Sería casi como encontrarse en ese momento a Lorca, triste y meditabundo a punto de abrir el negro cancel de arabescos y otras figuras, y acallar los vozarrones que gritan en la calle, ajenos a la Suite de Leo Brouwer que el guitarrista (o la guitarrista) ofrece para el que está escribiendo el soneto de otra historia.
     Si es hoy -día sin cielo y sin calendario- los ojos buscan más allá de la quietud que encierra el atril, la guitarra anaranjada, la silla negra, ocupada por los resplandores del mediodía, buscan las existencias por las que el guitarrista y la guitarrista sueñan. Una existencia podría ser Olga, a quien Jorge Morel dedicó su Preludio, o bien podría ser la existencia del niño que oye a papá tocar El Diablo Suelto de Heraclio Hernández, o tal vez no existan Olga ni el niño, sino que todo en el guitarrista y la guitarrista –existencia de historias breves como de ensueño- sea el rasgueado, el punteado y la mucha alegría que les ocurre en cada interpretación, que todo en ellos sea nostalgia, nada más que nostalgia como la que emana del tema que ahora se escucha claro: Alfonsina y el mar, de Ariel Ramírez.
     Breve historia, tan breve e intensa como el tiempo que duran algunas notas de Tango en Skai (Roland Dyens). Breve historia como el tremolar de esos cabellos negros que flotan en medio de dos manos y encima de la crepuscular guitarra. Cielo de mujer desnuda. Apenas insinuación, voz quebrada por distintos tonos y temas que atraviesan la hora en que aparece siempre la misma imagen. 
     Y lo que sigue al siempre, ya de tarde o ya de noche, es el rumor gastando las paredes de otra página. 
     Otra música. 
     Otro soneto. 
     En fin, otros rumbos que la vida afirma.







jueves, 25 de agosto de 2011

Te pondría triste




Te pondría triste su voz
Dicha en esa hora
Previa al despeñadero de los sueños.
Estarías entonces, anudada,
Con el aire estilando por la entrepierna.
Y los ojos, tus ojos, abiertos a la noche
No llegarían a cerrarse nunca.

Te pondría triste el calor
O el color de las ropas
Bajo esa luz de severa mirada.
Llorarías después de muchos años
En la almohada y estarías con el corazón
Pegando apenas a la sombra de tu llanto.

Te pondría triste saber
Que ya se fue, o mejor,
Que se diluyó junto con la noche.
Ya estarás en el lago amargo
De las horas sueltas en la madrugada.
Ya estarás con la lengua enferma
Y con las manos cansadas,
Envueltas con polvo de cenizas.

Te pondrías triste tú misma
Como cuando te tirabas en la cama
Buscando la imagen que te salvara
De estar todo el tiempo deseando
Escapar hacia otros países.

Te pondrías triste de conocer el día
Y la noche de otro día.
Ahora sólo esperas caer
En el despeñadero de los sueños
Para olvidar, para no escuchar esa voz
Que te pondría triste hasta morir.

lunes, 22 de agosto de 2011

Después del asesinato




Poco antes de las 6 pm., Evaristo echó a andar por esas calles de la ciudad donde había transcurrido toda su vida. Iba atento a las miradas de los otros paseantes, quienes lo veían sin verlo, o mejor, quienes lo veían como parte de las cosas que iban apareciendo en su campo de visión. Por el contrario, Evaristo atendía cada uno de lo rostros que se le iban presentando durante su andar lento y meditabundo. Miraba en ellos tratando de encontrar el gesto de los temerarios, de los inadaptados, el gesto de los que son capaces de asesinar al compañero de trabajo, a la esposa, a la amante o al odioso policía de tránsito. Mientras miraba y remiraba el paso de los paseantes, sin detenerse a contemplar el cielo o a buscar la belleza en el movimiento suave de las formas inesperadas, buscando nada más que el rostro en el que él se viera identificado como tal, como un hombre que ha sido capaz de asesinar a otro, fue llegando a la zona de los cafetines y de las librerías de viejo.
     Entró en el Azur, un cafetín donde se podía estar las horas leyendo o meditando sobre las cosas inútiles por las que se desvive un hombre que ha crecido al margen de los grandes acontecimientos. Se acomodó en el rincón de costumbre, junto a la vitrina en que podía contemplar los rostros que pasaban por allí, pero donde, a diferencia de otras tardes, en ésta sus pensamientos no podían ya surgir de la misma manera como en aquellos otros días por los que pasaba como un ser consuetudinario. No había en el lugar más que parejas o grupos de amigos que conversaban frente a vasos de cerveza, tazas de té o ante cualquier otra bebida. Después de varios minutos salió de atrás de las nubes de humo el camarero con la botella de agua fría y un vaso llevados sobre la charola negra de años.
     Mientras el camarero iba llenando el vaso de agua, Evaristo agradeció y pidió que le trajera lo de siempre. El camarero se retiró y a los pocos minutos regresó trayendo una jarra llena de cerveza oscura y un grueso vaso con asa de vidrio empañado por las muchas horas en que estuvo a temperaturas bajo cero.
     -Oye Arnulfo –detuvo Evaristo al camarero, diciendo-: ¿encuentras algo diferente en mi cara?
     El camarero, un hombre de mirada triste y labios cárdenos, apretó los dedos en el respaldo de la silla contraria a la de Evaristo y se puso a observarlo. Pero entonces éste, nervioso por el veredicto que iba a suceder, sacó de sus ropas el paquete de cigarrillos y un encendedor de plástico amarillo. Luego de depositarlos sobre la mesa, insistió:
     -Observa bien, Arnulfo. ¿Ves algo distinto en mí? ¿Encuentras algo que me haga ver diferente a todos estos parroquianos?
     -Lo veo igual, señor. Ni más viejo ni más joven que ayer. ¿Por qué la pregunta? Digo, si se puede saber.
     -Gracias, Arnulfo. Ahora déjame beber en paz.
     Evaristo echó lentamente la cerveza en el vaso y bebió de un trago todo lo escanciado. Enseguida encendió el cigarrillo y se puso a fumarlo con la mirada puesta en la mesa que ocupaban dos parejas. Pensó: “Sumando la edad de todos ellos, apenas si daría un total de cien años. La mitad de los que he vivido”. Volvió a llenar el vaso. Esta vez no hizo más que dar un breve trago y en un instante se abandonó en recordar las horas previas que antecedieron al hecho, o mejor, al acontecimiento que ahora lo tenía agarrado de los cabellos. Él, que en cierta ocasión se había torcido el tobillo por no pisar una fila de hormigas, ahora estaba a un paso de acabar sus días en la cárcel por haber dado muerte al compañero Esteban Loaiza.
     Vio de nueva cuenta la sonrisa que lo había hecho sentir su perra suerte. Oyó más allá la carcajada de Ignacio Higüeras y de otros que trabajaban en la misma oficina. De nueva cuenta, como cuando ocurrió aquello, volvió a caer en ese agujero negro que se lo había tragado por tiempo indefinido. Luego de no saber cómo había sido capaz de provocar tanta sangre en la cara de Esteban Loaiza, de ver allí tirado en el suelo de baldosas grises la misma sonrisa de burla y desprecio, experimentó una tristeza tan pesada, que a poco estuvo de recostarse junto al muerto y acompañarlo hasta que éste le dijera qué fue lo que realmente había ocurrido. No cayó físicamente donde estaba el cadáver ni se derrumbó como se derrumban los dolientes en el cuerpo aún tibio de quien acaba de fallecer en cama de hospital. Entró en un estado de amnesia que le permitió salir sin prisas del almacén, o mejor, sin levantar sospechas de que había ocurrido una verdadera desgracia.
     Con la brasa del cigarrillo encendió el siguiente y aspiró el humo hasta los riñones. Las parejas estaban tan contentas, tan llenas de normalidad, tan en su siglo de emociones plenas, que a punto estuvo Evaristo de levantarse y de ir a tirarles la jarra de cerveza. “Parecen tan contentos los tórtolos, que un bañito de cerveza los pondría hasta el colmo, o bien, me romperían la cara, lo cual se los agradecería infinitamente”.
     Debió matarlo cuando Esteban fue al almacén a recoger el cartucho que necesitaba la impresora. Pero no estaba seguro. Todo había sido como en un sueño, o como en una mala película de terrror. Lo cierto es que nunca olvidará la cara deshecha de Esteban. Debió golpearlo con la plancha de cortar papel.
     Arnulfo se acercó a la mesa a preguntar si quería otra jarra de cerveza. Evaristo se le quedó mirando como si jamás lo hubiera visto en la vida, con ese gesto que surge en quien acaba de ser sorprendido o con esa mirada de quienes acaban de despertar a media tarde y no saben donde se encuentran. El camarero insistió:
     -¿Quiere otra jarra de cerveza, señor?
     En lugar de contestar, Evaristo se levantó y con la jarra vacía comenzó a golpear a uno de los hombres que en ese momento estaban riéndose en la mesa de las parejas.
     De inmediato surgió una tormenta de gritos y de sillas arrastradas o que golpeaban contra la blandura de otros cuerpos. De inmediato saltaron de atrás de la barra varios hombres que fueron a calmar la riña. Evaristo estaba con la cara empapada de sangre, sonriendo hacia las mujeres que lo miraban aterradas, con el grito atrapado y temblando ante el cuerpo del muchacho que yacía desmayado sobre la mesa con la cabeza abierta.
     El camarero levantó las manos y se dirigió a Evaristo, quien en ese momento dejó de sonreír y preguntó:
     -¿Qué ha ocurrido, Arnulfo? ¿Por qué está todo tan revuelto?
     Arnulfo sentó a Evaristo como si se tratara de un crío, y como a un crío le fue limpiando la cara con un paliacate rojo que había sacado de sus pantalones negros, con cuidado, en silencio, mientras los otros miraban hacia una y otra mesa, nerviosos, sin acabar de entender por qué había ocurrido todo eso. Entonces una de las muchachas gritó que llamaran una ambulancia, y fue su grito el que sacó al muchacho del estado de inconsciencia. 
     Después de dos o tres segundos el muchacho levantó el cuerpo de la mesa y, sin abandonar la silla, abrazó por la cintura a su novia.
     “Estás vivo... estás vivo”, musitó ésta, llorando a mares sobre los cabellos apelmazados del muchacho.

jueves, 18 de agosto de 2011

Cotidianos ritos


Como cada mañana, cuando te levantas y sientes el lente de la cámara grabando cada uno de tus movimientos. Sin prisas. Sin prisas vas untando tu cuerpo de aromas, vas pintando tu cara, vas haciendo que el viejo Max se revuelva en sus operaciones ante el ordenador, donde dice que piensa toda vez que escribe, que inventa toda vez que asoma los ojos por la ventana y mira que estás allí, casi desnuda, con un pie puesto sobre el banquillo de madera y terciopelo verde. De las puntas de tus dedos sale toda esa pintura encarnada que suma consistencia a la fina malla de la media en que se muestra el muslo. Luego de ajustar los broches a la media, sonríes para los ojos que están sobre la cama y sientes cómo esos ojos palpan tus pechos y tiemblan, como tiemblan las manos del viejo Max cuando va a encender el cuarto cigarrillo de la mañana. Acercas la cara al espejo, repasas con la uña el dibujo de los labios: fina orilla en que rebasó el color. Por instantes desbaratas la nave en que se pasea tu boca y haces una y otra mueca y las repites en distintos ángulos, con la certeza de que la cámara ha dado el ritmo conveniente a cada uno de tus movimientos. Antes de vestir el cuerpo, sin que te inquiete la mirada que el viejo Max extiende hasta tus cabellos negros, posas para los ojos que siguen en la cama, abismados en las formas que la inconsciencia derrama de silencio. Surge entonces el parpadeo coqueto, la sonrisa que lo acepta todo. Surge el pensamiento que se resuelve en la figura de un deseo.
     El viejo Max piensa ante el ordenador y escribe la idea que carcome la lengua: No sé que sea mejor… suspende el tecleo y mira hacia la ventana, donde sigues casi desnuda parada ante el tocador. Los ojos se han levantado y desaparecido en el silencio de otro mundo; pero no el lente de la cámara. Sabes bien lo que tienes que hacer con tus manos, con tus ojos, con tu boca. Recoges el vestido y te lo pones. Sin prisas vas ajustando cada uno de los botones mientras de tu boca comienza a salir una grave, pausada melodía. Contemplas parte de tu cuerpo ante el espejo, y luego de hacer medio giro, abandonas la habitación. Otra será la película en que vivirás después de salir por la puerta principal.  
     El viejo Max lee la idea que acaba de escribir, la contempla y se sitúa con ella en el espacio que dejan las palabras. La idea le molesta y la quita aplastando el pulgar en la tecla que lo borra todo. En el fondo azul de la pantalla asoma el fantasma de su cara. Cierra los ojos y la idea le punza en la cabeza: No sé que sea mejor: renunciar a la farsa en que me metí a vivir desde hace años o continuar mintiendo hasta borrar las fronteras en que el delirio asoma cada día con más descaro.

domingo, 14 de agosto de 2011

Es mejor así




No asomar la cara
En el cuarto donde duerme el niño.
Podrías ver la mano sucia
Abierta y detenida sobre la sábana.
Podrías recordar esa mano que una hora
Antes estuvo tirando piedras
Como granadas a los enemigos que había
Del otro lado de ventanas y puertas y cocheras.

Es mejor no abrir la puerta
Para no sentir la punta de la espada
Atravesando el pecho y la garganta,
En ese instante en que el niño duerme
Y sueña que ya es grande en otra casa.

Deja en paz al soldado
Que fue herido por las palabras que escaparon
De tu boca.
Deja que sea el niño que duerme en paz
Arrullado por el soplo de otro día.

Es mejor así,
Dejarlo en la victoria de otras batallas,
Dejarlo solo en su cama,
Durmiendo ajeno de esa paz que te perturba
Y que sentencia la ira que anonada.

Es mejor no despertarlo,
No vaya a ser que te confunda
Y te declare la guerra
Por tantos días secuestrado de sus horas
De alegrías y derrotas olvidadas.

Es mejor que sueñe en los cielos,
En su tierra de promesas llena.
Es mejor así,
No despertarlo de la risa
Ni del vuelo en que tu sombra
Desapareció por tantas horas.
Es mejor que se olvide
De ese día posterior a las granadas
Y a los vidrios rotos de puertas y ventanas.
Es mejor
Es mejor así
La paz de otro día.













jueves, 11 de agosto de 2011

Réquiem por un cibernauta




No será la última vez que un cibernauta hace pública la decisión de quitarse la vida. En días pasados ocurrió una más de esta clase de muertes hipermodernas: Que todo el mundo se entere de la angustia que me ha llevado a abandonar el mundo realmente, fue la nota que escribió S… en su blog de cuatro años de existencia.
     He aquí su historia.

ÚLTIMAS PALABRAS

My mother was a prostitute
My father was a thief
The Tiger Lillies

Mis ansias toreras hicieron que me lanzara al ruedo para lidiar el toro de la inmortalidad. Despreciado e insultado por diferentes casas editoriales, tomé la decisión de crear un blog para publicar mis pensamientos. Ellos, los del consejo editorial, todas las veces calificaron mis escritos de alucinaciones, de porquerías inhumanas, de palabras imbéciles, de… Evito citar la andanada de escupitajos que dispararon en todos los manuscritos que candorosamente envié para que fueran publicados. Cansado de recibir –ya con el estómago ardiendo por los meses de espera- los dictámenes que daban a mis manuscritos, vi como una oportunidad llevar todos ellos a este blog que, durante cuatro años, me hizo conocer y sentir las dichas y desdichas de la publicación de mis historias.
     Durante el primer año, alcancé la cifra de 25 seguidores; en el segundo tenía ya 80, en el tercero 109 y en éste que ahora corre, el cuarto y último… ¡¡¡Pum!!! 16. La semana pasada ocurrió esta debacle para mi ego de escritor. No podía creer lo que mis ojos estaban mirando. Me habían abandonado na–da-me-nos-que-93-se-gui-do-res de un día para otro. Después de varios segundos, hice como hacen ciertos personajes de Las mil y una noches: jalé de los cabellos, me golpeé la cara con los puños, escupí sobre mi sombra. Luego de hacer todo esto, un poco más tranquilo, acostado en el sofá mientras mis hijos veían Bob Esponja en el televisor, pensé en que sería una falla del sistema, que quizás había ocurrido un accidente en el macroservidor -o como se llame esa cosa- y que esto había provocado que se borrara momentáneamente la increíble pérdida de seguidores que me daban ánimos –con sus comentarios y sus correos- en los momentos más difíciles de mi vida.
     Me levanté del sofá y entré a la habitación que utilizo (utilizaba) como despacho. Encendí la computadora y fui sin preámbulos a abrir el blog para constatar que todo había sido mero error... En absoluto: allí estaba nuevamente el dato frío de los 16 seguidores. Cerré el programa bruscamente, es decir, no seguí los pasos acostumbrados; preferí irme por la ruta de jalar el cable que conecta con la electricidad.
     Como ocurría toda vez que me veía en los límites de la depresión, me acosté en el suelo y me puse a mirar el techo. Así, con las manos en la nuca, observaba cómo aparecían y se transfiguraban las imágenes de mis pensamientos. Pero esta vez no hubo hechos pasados de mi vida; lo que pasó por mi mente fue una sola idea repitiéndose hasta el hartazgo: matarme… matarme… matarme…
     Debió de pasar poco más de una hora, cuando entró Martha del Carmen sin tocar la puerta. Me vio en el suelo, junto al escritorio, y dijo: “¿Te sientes mal? ¿Acaso no has escuchado el repiquetear insistente del teléfono?” Antes de ponerme de pie, sentí las lágrimas que habían estado corriendo por mi cara. Sin mirar a mi mujer, iba a abandonar el despacho, pero ella me detuvo, diciendo: “¿Puedes explicarme qué te ocurre?” Esquivé su mano y salí, sin decir ni media palabra.
     Los niños estaban en la mesa del comedor jugando Monopoly. Cristina, la mayor de ellos, me preguntó si quería jugar. Me esforcé en sonreír y en decir que más tarde jugaría. Martha del Carmen me alcanzó cuando estaba a punto de abrir la puerta principal, e insistió: “¿A dónde vas? ¿Por qué no me dices lo que te ocurre?” Lo que dije para que me dejara salir, fue: “Debo ir con un cliente. Su caso es el más difícil que he tenido jamás en mi vida. Nos vemos en la noche”.
     Debo aclarar que soy (era) abogado incorruptible, que defiende (defendió) casos difíciles, sobre todo de gente económicamente maltratada (por los siglos de los siglos), y esto hace (hacía) que en no pocos litigios me vea (me haya visto) con la garganta amargada, con los ojos enrojecidos por tanta rabia y con el corazón a punto de estallar en todo momento. Escribir y publicar en el blog era lo que me daba oxígeno y sangre para continuar bregando en el día a día.
     Subí al automóvil y me dejé llevar por los caprichos del azar. Acabé estacionando el carro en una brecha. No muy lejos se veían los montes. Extraje de la guantera el paquete de cigarrillos y me dispuse a fumar, después de no hacerlo en poco más de un año. Comenzó a llover. Mientras miraba resbalar el agua en el parabrisas, consideré la forma en que iba a suicidarme y en lo que tenía que hacer antes de llevarlo a cabo.
     La tormenta fue haciéndose más y más violenta, y yo no acababa de elegir la forma en que me quitaría la vida. Si en ese momento hubiera tenido la pistola que vendí para evitar un accidente en casa, sin duda la habría utilizado allí dentro del carro. Pensé, también, en manejar el coche con los ojos cerrados en la carretera libre a Puerto Vallarta, con la idea de estrellarme contra cualquier cosa o desbarrancarme en una de las tantas curvas que hay junto a Magdalena; pero de inmediato reconocí que era tanto como arriesgar imprudentemente la vida de otros. La muerte tenía que ser casi instantánea; sin dolor apenas y sin tener tiempo de arrepentirme de nada. Por tanto, quedaban descartados los frascos de pastillas, algún veneno para ratas o ciertos ácidos. Tampoco acepté que fuera por ahorcamiento. Continué fumando sin bajar las ventanillas del coche, con la idea de que podía provocarme un paro o el estallamiento de algún ramal sanguíneo en el cerebro. Lo que devino fue una migraña insoportable que me obligó a salir del coche y empapar el cuerpo bajo la tormenta que no amainaba.
     Llegué a casa con las ropas húmedas y apestando a cloaca. Los niños estaban cenando y Martha del Carmen, sin dejar de mirar el televisor, preguntó si tenía hambre. Le contesté que iba primero a lavarme.
     Mientras me duchaba decidí que me cortaría el cuello con la navaja que me heredó el viejo. Pero antes de hacerlo tenía que dejar arregladas las cosas legales. No me costó ningún trabajo hacer todos los trámites necesarios en menos de tres días, aunque, desde luego, no faltó el colega que quiso saber el por qué de lo que estaba yo tramitando. Después de arreglar todo esto, consideré que lo mejor era hacerlo lejos de casa, donde ni mis hijos ni Martha del Carmen vieran cómo quedaría mi cuerpo. Así es que me fui al bosque de la Primavera.
     Jamás debí entrar y conocer este mundo. Mi madre fue una prostituta. Mi padre fue un ladrón…
     Que todo el mundo se entere de la angustia que me ha llevado a abandonar el mundo realmente…
    
De mi parte sólo queda decir: Descanse en paz S..., autor del Blog Las memorias de Pito Perez.

domingo, 7 de agosto de 2011

Domingo en el sexto piso



Cuando de poesía se trata, busco el beso del cielo en la tierra. Nada más amplio y ambiguo que la lejana presencia de los horizontes, observados desde un sexto piso, sentado y bebiendo una taza de té de mandarina. Es en ese momento –en algo semejante a éste que recuerdo- que llegan las ideas que punzan en las membranas de la insatisfacción y del deseo. Llegan con el peso de la ausencia y el desbalago del vaporcito que se eleva desde la taza en que bebo una hora o más.
     Viaje leve de frutal aroma.
     Gravedad que jalonea el cometa
     de la cordura hasta el colmo de la insolencia.
     Cuando de verdad se trata, pienso en algunos desnudos que vi en el Reina Sofía, pintados por Lucian Freud. Todavía siento la invasión de los aromas de las entrepiernas -después de tantos años- y veo el fondo que se hallaba, en ese entonces para mi asombro, a orillas de los párpados de esas mujeres plenas en su cuerpo. Todavía escucho el silencio de las paredes en que el pintor vaciaba la tristeza de esos pechos, de sombras tenues en que se afirmaba el volumen y la forma coronada en redondeles encarnados.
     Pero hoy no es poesía ni verdad las que acompañan el tecleo en esta hora. Hoy es el aburrimiento de los domingos que permea en los cajones donde se guardan las fotografías de otros años –instantáneas de amigos que cayeron muertos. Al ver esos rostros tan jóvenes, ajenos a cualquier idea de muerte o sacrificio, dan ganas de tirarme contra la ventana y caer como un trapo viejo –desde el sexto piso- en los hombros de algún paseante o en la calva del viejo toxicómano que odia a todos los vecinos de este building en que vivimos más de doscientos -la mayoría extranjeros. Pudiera ser que no hubiera hombros ni calva sino el limpio pavimento para caer de bruces y mirar por última vez la sombra de mis días. Hasta aquí el aburrimiento del domingo ha hecho posible la idea macabra de asesinar al viejo calvo que se pasea en los corredores de este building durante la madrugada. Ojala fuese el splend que pulsaba en Baudelaire el que orientara este viaje en la negra página, y no este tedio que hace pensar en los terroristas como a verdaderos santos del más puro nihilismo o del más sucio idealismo extremo.
     Ni una vaca resistiría el aburrimiento que este domingo chorrea a mares. Ni Serrat convencería con aquello de “Hoy puede ser un gran día… planteéselo así”. Es un domingo que lleva inevitablemente hacia el hastío. Todo se vuelve abrumadoramente inútil y perecedero. De nada sirve tener sistema de cable y cientos de canales, en todos ellos parece y aparece todo tan de domingo, tan desechable y sin mea culpa after that cuando me he situado en el zapping durante horas y no hay volumen que reviente el vocerío que ha hecho panales en el cerebro. 
     Afuera en el corredor está el ajetreo de los niños que pelotean porque afuera la temperatura hace imposible llevarlos a ninguna parte, y tenerlos adentro del apartamento hace imposible sacar las cuentas de las deudas o establecer las prioridades sobre los gastos que se anuncian con el reinicio de la escuela en las próximas dos semanas. Leer a Slavoj Zizek a la luz del día, y en domingo, es mejor no hacerlo. Es mucho más conveniente leerlo –Living in the End Times- durante la noche y a la luz de una lámpara, recostado en un sillón e ignorando el día y fecha en el calendario.
     Tan poco –o tampoco- alivianaría el tirarse en la cama y echar una cabeceada. Es tan pesado el día que, más que sueño, es la sensación de morir aplastado la que surge apenas se ha acostado uno. Las aspas del abanico no hacen el efecto que en otras tardes cuando me rescuesto y espero la hora en que debo abandonar el apartamento. No hay la imagen de vuelo o desaparición. Pienso en Amy Winehouse Frank y en que se ha emancipado ya de todo ese tormento que la acompañó desde los quince o los dieciseis años, supongo; pienso en el cubano Eliseo Alberto, que murió en domingo, una semana antes de este aburrimiento, y en que nos dejó toda su poesía en los títulos de todas sus novelas; pienso en Lucien Freud que murió el mes pasado; pienso, pienso y pienso, hundido en la tristeza que produce pensar tanto, sobre todo cuando es domingo y no hay besos en el horizonte sino, a lo más, el sopor alucinatorio que hace ver la caída de un trapo viejo en los hombros de un paseante o en la calva del viejo toxicómano que odia a todos los inquilinos de este building de ocho pisos. Mejor será escuchar a Amy y beber una copa de vino fresco, con los ojos cerrados e ignorando que es domingo.


No había espacio

quería sonar como a eco de palabras sueltas como a sensaciones que se intensifican y  desaparecen  en el infinito tiempo no había espacio ni...