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miércoles, 3 de agosto de 2011

Aturdido



Aturdido. La cara mojada de sudor. Las manos y las rodillas temblorosas, debilitadas por intermitentes punzadas.
El ser en ninguna parte, o bien, lejos, caído en los umbrales de diversas puertas. El ser suturado con hilos de madejas que inevitablemente iban pudriéndose en los sótanos de los días y las madrugadas.
La búsqueda aparecía –siempre diferente- cada mañana e iba pronunciándose durante horas, hasta tarde, hasta que la noche borraba los horizontes de esas realidades que la búsqueda empeñaba a cambio de sensaciones... buenas.
Aturdido. El asco espumando y brotando en las porosidades de la lengua. La náusea en la garganta, en el estómago. El hastío calando la bóveda cerebral, reventando los ecos en que habían quedado apresadas las imágenes de una búsqueda olvidada desde hacía incontables años.
Desde temprano, desde el alba, la mente trabajaba desenredando los alambres por los que la energía era conducida hasta el aparato fonatorio. Si no había charcos de sangre en el esófago, las voces comenzaban a cantar hilos sueltos de canciones viejas. Todo esto a modo de asegurar la mayor cantidad de energía que hiciera enviable la carga de pensamientos hasta orillas de la boca.
El canto daba paso a la danza. Los pensamientos bailaban al ritmo de las manos que palpaban los cuerpos de las formas exigidas, deseadas por la voluntad de conseguir distintos horizontes.
El ser desaparecía durante la claridad de los días y se presentaba robusto en la densidad de las noches.
Aturdido. Aterrado por la fuerza de las horas en que la consciencia dialogaba con los otros. Los otros -los que hablan y preguntan y no dejan de dar razones- eran la causa misma del horror presentido en la garganta. Nauseabundo horror que hacía llorar de desesperación y de hastío.
La danza cesaba, o se convertía en otra danza: danza macabra.
El dolor punzaba en las yemas de los dedos, en las articulaciones de los codos, en las rodillas. Después de horas, el dolor atraía el ser de la inconsciencia, y si era de madrugada, era un ser capaz de aniquilarlo todo.
Y así, encadenado a la nada, el dolor acababa por sucumbir. El desierto nacía en la piel de la cara y provocaba, con el correr de los instantes, surcos donde aguardaba el ser de la oscuridad.
Aturdido. Casi siempre, sin nada de silencio para la mirada, iba ocurriendo lo impensable: todo eso que valía la pena de mantenerse lejos de las palabras.



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