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lunes, 22 de agosto de 2011

Después del asesinato




Poco antes de las 6 pm., Evaristo echó a andar por esas calles de la ciudad donde había transcurrido toda su vida. Iba atento a las miradas de los otros paseantes, quienes lo veían sin verlo, o mejor, quienes lo veían como parte de las cosas que iban apareciendo en su campo de visión. Por el contrario, Evaristo atendía cada uno de lo rostros que se le iban presentando durante su andar lento y meditabundo. Miraba en ellos tratando de encontrar el gesto de los temerarios, de los inadaptados, el gesto de los que son capaces de asesinar al compañero de trabajo, a la esposa, a la amante o al odioso policía de tránsito. Mientras miraba y remiraba el paso de los paseantes, sin detenerse a contemplar el cielo o a buscar la belleza en el movimiento suave de las formas inesperadas, buscando nada más que el rostro en el que él se viera identificado como tal, como un hombre que ha sido capaz de asesinar a otro, fue llegando a la zona de los cafetines y de las librerías de viejo.
     Entró en el Azur, un cafetín donde se podía estar las horas leyendo o meditando sobre las cosas inútiles por las que se desvive un hombre que ha crecido al margen de los grandes acontecimientos. Se acomodó en el rincón de costumbre, junto a la vitrina en que podía contemplar los rostros que pasaban por allí, pero donde, a diferencia de otras tardes, en ésta sus pensamientos no podían ya surgir de la misma manera como en aquellos otros días por los que pasaba como un ser consuetudinario. No había en el lugar más que parejas o grupos de amigos que conversaban frente a vasos de cerveza, tazas de té o ante cualquier otra bebida. Después de varios minutos salió de atrás de las nubes de humo el camarero con la botella de agua fría y un vaso llevados sobre la charola negra de años.
     Mientras el camarero iba llenando el vaso de agua, Evaristo agradeció y pidió que le trajera lo de siempre. El camarero se retiró y a los pocos minutos regresó trayendo una jarra llena de cerveza oscura y un grueso vaso con asa de vidrio empañado por las muchas horas en que estuvo a temperaturas bajo cero.
     -Oye Arnulfo –detuvo Evaristo al camarero, diciendo-: ¿encuentras algo diferente en mi cara?
     El camarero, un hombre de mirada triste y labios cárdenos, apretó los dedos en el respaldo de la silla contraria a la de Evaristo y se puso a observarlo. Pero entonces éste, nervioso por el veredicto que iba a suceder, sacó de sus ropas el paquete de cigarrillos y un encendedor de plástico amarillo. Luego de depositarlos sobre la mesa, insistió:
     -Observa bien, Arnulfo. ¿Ves algo distinto en mí? ¿Encuentras algo que me haga ver diferente a todos estos parroquianos?
     -Lo veo igual, señor. Ni más viejo ni más joven que ayer. ¿Por qué la pregunta? Digo, si se puede saber.
     -Gracias, Arnulfo. Ahora déjame beber en paz.
     Evaristo echó lentamente la cerveza en el vaso y bebió de un trago todo lo escanciado. Enseguida encendió el cigarrillo y se puso a fumarlo con la mirada puesta en la mesa que ocupaban dos parejas. Pensó: “Sumando la edad de todos ellos, apenas si daría un total de cien años. La mitad de los que he vivido”. Volvió a llenar el vaso. Esta vez no hizo más que dar un breve trago y en un instante se abandonó en recordar las horas previas que antecedieron al hecho, o mejor, al acontecimiento que ahora lo tenía agarrado de los cabellos. Él, que en cierta ocasión se había torcido el tobillo por no pisar una fila de hormigas, ahora estaba a un paso de acabar sus días en la cárcel por haber dado muerte al compañero Esteban Loaiza.
     Vio de nueva cuenta la sonrisa que lo había hecho sentir su perra suerte. Oyó más allá la carcajada de Ignacio Higüeras y de otros que trabajaban en la misma oficina. De nueva cuenta, como cuando ocurrió aquello, volvió a caer en ese agujero negro que se lo había tragado por tiempo indefinido. Luego de no saber cómo había sido capaz de provocar tanta sangre en la cara de Esteban Loaiza, de ver allí tirado en el suelo de baldosas grises la misma sonrisa de burla y desprecio, experimentó una tristeza tan pesada, que a poco estuvo de recostarse junto al muerto y acompañarlo hasta que éste le dijera qué fue lo que realmente había ocurrido. No cayó físicamente donde estaba el cadáver ni se derrumbó como se derrumban los dolientes en el cuerpo aún tibio de quien acaba de fallecer en cama de hospital. Entró en un estado de amnesia que le permitió salir sin prisas del almacén, o mejor, sin levantar sospechas de que había ocurrido una verdadera desgracia.
     Con la brasa del cigarrillo encendió el siguiente y aspiró el humo hasta los riñones. Las parejas estaban tan contentas, tan llenas de normalidad, tan en su siglo de emociones plenas, que a punto estuvo Evaristo de levantarse y de ir a tirarles la jarra de cerveza. “Parecen tan contentos los tórtolos, que un bañito de cerveza los pondría hasta el colmo, o bien, me romperían la cara, lo cual se los agradecería infinitamente”.
     Debió matarlo cuando Esteban fue al almacén a recoger el cartucho que necesitaba la impresora. Pero no estaba seguro. Todo había sido como en un sueño, o como en una mala película de terrror. Lo cierto es que nunca olvidará la cara deshecha de Esteban. Debió golpearlo con la plancha de cortar papel.
     Arnulfo se acercó a la mesa a preguntar si quería otra jarra de cerveza. Evaristo se le quedó mirando como si jamás lo hubiera visto en la vida, con ese gesto que surge en quien acaba de ser sorprendido o con esa mirada de quienes acaban de despertar a media tarde y no saben donde se encuentran. El camarero insistió:
     -¿Quiere otra jarra de cerveza, señor?
     En lugar de contestar, Evaristo se levantó y con la jarra vacía comenzó a golpear a uno de los hombres que en ese momento estaban riéndose en la mesa de las parejas.
     De inmediato surgió una tormenta de gritos y de sillas arrastradas o que golpeaban contra la blandura de otros cuerpos. De inmediato saltaron de atrás de la barra varios hombres que fueron a calmar la riña. Evaristo estaba con la cara empapada de sangre, sonriendo hacia las mujeres que lo miraban aterradas, con el grito atrapado y temblando ante el cuerpo del muchacho que yacía desmayado sobre la mesa con la cabeza abierta.
     El camarero levantó las manos y se dirigió a Evaristo, quien en ese momento dejó de sonreír y preguntó:
     -¿Qué ha ocurrido, Arnulfo? ¿Por qué está todo tan revuelto?
     Arnulfo sentó a Evaristo como si se tratara de un crío, y como a un crío le fue limpiando la cara con un paliacate rojo que había sacado de sus pantalones negros, con cuidado, en silencio, mientras los otros miraban hacia una y otra mesa, nerviosos, sin acabar de entender por qué había ocurrido todo eso. Entonces una de las muchachas gritó que llamaran una ambulancia, y fue su grito el que sacó al muchacho del estado de inconsciencia. 
     Después de dos o tres segundos el muchacho levantó el cuerpo de la mesa y, sin abandonar la silla, abrazó por la cintura a su novia.
     “Estás vivo... estás vivo”, musitó ésta, llorando a mares sobre los cabellos apelmazados del muchacho.

2 comentarios:

  1. Muy bueno amigo. Y con un aire misterioso en medida justa. Un saludo from Spain.

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  2. Gracias, Daniel, me ha dado gusto tener noticias tuyas, y más gusto saber que te ha gustado.

    Saludos desde Austin.

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