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miércoles, 29 de junio de 2011

Juego de espejos



Estuvo mejor que no entendiera eso que le dije. De haberlo entendido, literalmente habríamos caído en un juego de espejos que, si había alguna salida a través de él, nos habría llevado a un lugar peligroso. Pero ahora que recuerdo eso, confieso que en el fondo me conmueve la idea de poder hablar sabiendo que la incomunicación es la única realidad confiable para salvar el cuerpo de absurdas e inútiles batallas.
     Quienes han gastado los ojos en libros de semiótica y antropología lingüística saben perfectamente que la comunicación palabreada es una realidad social que descansa regularmente en el caos de la incomunicación que angustia –esto nos llevaría a esculcar, probablemente, en los tiraderos insanos de la psicología y la psiquiatría-, y sin embargo, quienes viven todos los días esta comunicación incomunicante, mientras conversan la disfrazan con diversas gesticulaciones o echan mano de diversos recursos para encubrir todas las raspaduras que van ocurriendo en las delicadas cuerdas de sus nervios.
     Cómo evitar sonreír, por ejemplo, cuando lo que nos dicen está más allá de las nubes o está en una roca inscrita con una lengua que vivió y murió hace siglos; cómo no estornudar ante la incomprensión de ciertas ideas de las cuales lo único que percibimos es el mohoso olor que nos causa alergía; cómo no alzar los hombros en clara señal de que lo escuchado lo hemos convertido en interrogante cuando, en realidad, lo que se nos ha dicho es una contundente oración declarativa.
     Quienes padecen todo el margor en la lengua y toda la frialdad en el occipucio que deja la aludida comunicación incomunicante, si son pacíficos, su gesto va de rascarse el codo hasta parpadear sonriendo con la intención de hacer creer que están de acuerdo en todo eso que, en el fondo, no han entendido ni jota. O bien está el neurótico que, para no pasar ante los ojos del otro como un perfecto idiota, lo que hace es arrastrar el lodo que se le ha hecho en la garganta y luego, apretando las manos a guisa de quien se las está secando de aguas inexistentes, repite exactamente una oración -la menos importante pero que fue la que mejor se le quedó grabada en el magín. Y el otro, que no ignora que dicha oración no sirve más que para el olvido, sonríe y se rasca la barbilla, mira a los ojos de quien no ha entendido el valor de las principales oraciones de su discurso y cambia la conversación hacia algo totalmente distinto de lo que había estado diciendo antes. Sabe que es mejor preguntar sobre el estado de salud de la familia que continuar metiendo a su interlocutor en los laberintos de la abstracción por los que tuvo que transitar para recoger la piel del minotauro. Minotauro, por cierto, que alguna vez le permitió conocer los riesgos que se corren cuando hay verdaderos deseos de llegar hasta los bajos fondos del desconocimiento absoluto.
     A modo de hipótesis podríamos advertir que la palabra nunca dejará de ser abstracta, y que tampoco es como nos dijeron que funcionaban las palabras: nada más que como medios para comunicar. Si las palabras fueran sólo eso, medios para comunicar, hace siglos que las guerras habrían desaparecido y hoy la historia tendría otros coros cantando las viejas y nuevas noticias. Pero bien sabemos que las palabras han sido utilizadas, entre otras tantas florituras, para engañar a los incautos que todavía creen en todo eso que les han dicho los sacerdotes del progreso. O bien están esas palabras que nos llevan a pensar en la rebeldía poética y existencial; cosas como “ni los vientos son cuatro / ni siete los colores”.
     Quien dice algo sabe que ese algo no necesariamente ha existido en él desde siempre, y por lo tanto, si lo dice es a modo de acercarse a sí mismo (abstraerse para sí mismo con la palabra) lo que luego (por eso mismo del nunca he sido el mismo) ya no puede ser dicha la misma cosa para el otro, pues el otro tampoco ha podido estar en el mismo momento de quien ha dicho y vivido eso –tan distante, a veces. Y si en la dimensión temporal no hay coincidencia de quienes hablan de algo como si se tratara de la misma cosa para ambos, menos puede serlo en la dimensión espacial. Quien habla sabe que está en un cierto lugar que no puede ser el lugar desde donde lo escucha el otro. Luego, la comunicación no está precisamente en la palabra sino en todo lo que rodea a la palabra, o mejor, en la no-palabra: silencio, cielo, aromas, colores, timbre de voz, gestos, olvidos, ensoñaciones, género, indumentaria y toda la parafernalia de lo que llamamos situación comunicativa. Y si esto sucede con la palabra hablada, ya podemos suponer lo que ocurrirá con la palabra escrita. Es en ésta donde desaparecen el gesto, el timbre de voz, la mirada que descubre el hilo verde de una idea inmadura… Todo esto, al menos durante algunas horas, lleva a pensar en todo el mundo de abstracciones que debe ocurrir cuando leemos y cuando escribimos sobre la otra realidad que no está definitiva y detenidamente en parte alguna.
     Volviendo entonces a los inicios de esta elucubración, digo que cuando le dije que yo escribía sobre todo aquello que, en verdad, no existe, fue mejor que no lo hubiera entendido. ¿Cómo supe esto que ahora asevero con tal contundencia? Porque en su gesto interpreté los signos de quien ha visto algo o ha creído ver algo que, en realidad, era invisible para mí y para todo eso que acababa de decir.
     Desde entonces, desde que se ha demostrado que el ochenta por ciento de lo que se habla  va a parar directamente al baúl de los olvidos, y que sólo el veinte por ciento acaba siendo atendido y escuchado, y que de este veinte por ciento es poco, muy poco, lo que permanece en la memoria, sólo el tiempo indispensable para que los parlantes no acaben a golpes de repeticiones ad infinitum, desde entonces, digo, me ha dado gran placer el escribir con la sensación de frialdad en los huesos. Sé que en ello me va el gusto de viajar en solitario por los abismos de la noche obscura. Si lo dudas, no creeré que estás errando, o de lo contrario, el juego de espejos habrá vuelto a aparecer entre nosotros y, ante algo como esto, lo que seguiría es… en verdad, realmente peligroso. 

5 comentarios:

  1. Muy cierto lo del baúl de los oídos, y sin duda dicen más las no-palabras, aquello que viaja en el subconsciente...Me ha encantado esta frase: ‎"Me conmueve la idea de poder hablar sabiendo que la incomunicación es la única realidad confiable para salvar el cuerpo de absurdas e inútiles batallas." Es genial!!

    El silencio a veces expresa más que cualquier grito... Y es que mi amado Nietzsche también habla sobre el fetichismo del lenguaje, hay demasiadas falacias en este mundo, y por eso me refugio en las metáforas, entre luz y penumbra.

    Un saludo, y me ha encantado tu entrada! :)

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  2. Sugerente el grito de tu silencioso canto, mi buen.

    Recibe un gran abrazo.

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  3. Así es, el silencio posee todo el lenguaje en que significan la música y la palabra.

    Un abrazo

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  4. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  5. Excelente texto. Increíble a dónde has llegado. Es un humor único. La comunicación como espejismo la colocas más allá de la triste mitología psicoanálitica. Lleno de imágenes originales. Quisiera verte en papel...

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