Aquella
tarde Mario me aseguró que, un día antes, había jugado conmigo y con Felipe a
las canicas. Yo le dije que no, que era imposible porque yo había estado
durmiendo toda la tarde en mi cuarto; enfermo de cansancio.
Esto
sucedió hace mucho años. Éramos niños y nada sabíamos de los dobles ni de los
desprendimientos astrales. Oníricos.
En
alguno de los libros de Carlos Castaneda leería después sobre el soñador
soñado, particularmente sobre Don Genaro. Recuerdo lo impresionante que le pareció
a Carlos, el aprendiz de brujo, conocer todas esas historias sobre la realidad
del doble. Realidad en la que el soñar dirigido era fundamental para comprender
por experiencia la significación de esa misteriosa realidad del desprendimiento
físico y mental del soñante, para reproducirse en otro, el soñado actuante.
La otra
semana me llegó un email de una amiga a la que tengo algunos años sin ver, donde comenta
sobre todo aquello que estuvimos conversando el otro día (da fecha y hora) en
un cafetín de nombre impronunciable, y en una ciudad desconocida para mí.
Ha
sido este correo el que me llevó a recordar al amigo de marras, quien vio a mi
doble sin saber nada sobre esta teoría –o superstición, según lo afirman los
más racionales del planeta.
Tal
vez esta noche concentre mi voluntad para ir al lugar donde estará mi cuerpo
durmiendo, y yo de pie, mirando todas esas escenas que pondrán en riesgo la
existencia de mi doble. Decirlo así, podrá sonar como un mero juego de
palabras; lo cierto es que resulta insólito todo esto, pues se trata de una
sensación que proviene de lo más hondo del cuerpo, una como vibración de huesos
que avisa sobre la cercanía del doble, y que acaba disolviéndose en las paredes
internas del diafragma, hasta dejar un boquete grande que hace imposible pensar
en nada.
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