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viernes, 30 de agosto de 2013

Ecos de noche





En el poema estaba prefigurada su muerte. Cada verso poseía el relato de su hora última. Entre las sílabas, el ritmo de la respiración iba dejando sentir la desaparición definitiva, el oscurecimiento hecho con pensamientos que llegaban de incontables sueños.

La noche en que había surgido el eco de esas palabras en su pecho, fue noche de abundante lluvia. Tal vez imaginaba que era sólo el ruido de la tormenta el que no lo dejaba dormir. Lo cierto era que estaba la muerte preparando la trampa, y era ésta una composición imposible para ser ignorada por el insomne.

Se levantó y fue a sentarse en el rincón de la sala. Encendió la lámpara. El cielo se iluminó con sucesivos relámpagos. Antes de abrir la libreta, se puso a escuchar las voces que habían surgido desde la mañana de aquel día. Escuchó y vio, o mejor, imaginó con las voces lo que la muerte estaba dictando sentada en su sombra. Cuanto más impresionantes eran las imágenes, más fuerte era la necesidad de atrapar lo que estaba sonando adentro de la mente.

Hasta que la lluvia cesó, hasta entonces abrió la libreta y se puso a escribir el poema. Fue un poema construido en trece versos. En él estaban perfectamente asimilados los ecos compuestos por la muerte.


Instantes de vida, había creído el insomne. Pero lo cierto era todo lo contrario.


domingo, 25 de agosto de 2013

Y luego, luego






Pasaban los días. Algunos en el hacer siempre el mismo trabajo, otros en el querer hacer ciertas cosas, a veces imposibles, y muchos más en el no hacer nada. Un arte, habían dicho algunos sabios: el arte de no hacer.

Contemplarlo todo desde el ensueño. Estar feliz sin hacer nada. Ante tantos objetos para qué.

¿Más basura?

Pasaban las semanas. Llegaba el cheque. Había que pagar el departamento, la colegiatura de los niños. En fin, había que pagar tantas cosas.

Pasaban los meses, los años. Una fiesta, un aniversario más. También había que llevar el duelo por la muerte de algún amigo, algún familiar. Había que seguir viviendo.

Todo tan de repente. Memorias. Recuerdos. Emociones por todo lo que no fue hecho. Alegría por lo que fue amado. Tristeza por lo que se perdió o fue tirado. Enfermar. Acercarse a la muerte.

Y entonces la lluvia, el frío. Otro invierno. La primavera. Una danza. El vuelo de tantos pájaros olvidados.

Y entre tanto sol y noches, el dolor de muchos, la indiferencia y la ambición de tantos.

Todo tan de repente. Llegar a viejo, con la mente de un niño que se ve corriendo, entre escombros, detrás de todo lo deseado.

Un estornudo y el miedo. Una caída. El fatal desenlace. El sudor helado en todo el cuerpo. La hora. El minuto. El instante.

Después todo en el olvido. También destrucción. Y otra vez a crear. A guardar y a deshacerse en todo lo desconocido.

Pero mientras tanto, un juego y otro juego. La risa. El cansancio. La satisfacción en un trago de café. Una copa de vino contemplando el crepúsculo. Un tabaco. Un libro en la noche. El sueño y otro día sin querer hacer nada memorable. Otro día. Otra noche. Y a veces un canto suave en oscuras madrugadas. El diálogo entre los grillos. Sobre todo, el arte de no hacer más basura.

Un beso. Air como fondo: Premiers Symptomes. Toda la pasión llenando el tiempo en los cuerpos. Todo el deseo derramándose hasta el abismo. Muerte breve, han dicho algunos. Leve hastío al poco tiempo. Temblor. Abandono a lo incierto.


Y luego, luego.



martes, 20 de agosto de 2013

Una sola palabra






Un sombrero en la cama

sin cabeza.

Un día sin ojos en la noche:

tumbados de sueño

en la arena.

Tú en la oquedad que deja el beso,

yo en el suelo que ampara

sin cuerpo:

la caída de las horas

la existencia.



Un reloj sin arena

y una historia en el limpio vidrio

de la ventana que tú dejaste

llena de preguntas.

En vano morir

lejos de ti

lejos de la misma cama

lejos de tu cuerpo

))) sin estar para qué.



Un día no salir a la calle

sin puertas

No estar en la esquina

en que desaparecimos hacia tantas tardes.

No ir mejor a ninguna parte.

No hablar ni escuchar

más que el paso de las nubes

el paso de las cosas que se quedan

quietas en su día:

))) sin horas, sin ventanas,


sin polvo, sin historia.




viernes, 16 de agosto de 2013

BAJO LAS ESTRELLAS



(((fragmento de una novela que empezó hace varios años)))

1

Llegamos en autobús rentado a Puerto Vallarta. Durante todo el camino veníamos bebiendo latas de cerveza. Todos los amigos echando el grito y fumando hasta llenar el autobús de humo. Llegamos como a eso de las dos de la tarde de un miércoles. Creo que era mayo, o tal vez junio. Era una tarde caliente, sin viento y sin nubes en el cielo. Después de parar el autobús en la plaza del pueblo, todos nos desparramamos para buscar la diversión.

Yo quería seguir bebiendo hasta el vómito. Llevaba la guitarra metida en el estuche negro, viejo, que me había regalado Paco. Hace tanto tiempo de eso. Caminaba a orillas de la playa e iba viendo los restaurantes, las palapas y la sombra estirada de mi cuerpo flaco, que se arrastraba sobre la brillante arena, bajo algunos gritos y entre bañistas que saltaban para evitar la quemazón y el ardor que les entraba por los pies.

 Al poco tiempo de ir sacudiendo la cabeza para echar lejos el sudor que me empapaba hasta los sesos, descubrí a una mujer morena que bailaba en el centro de una pista de madera. Se movía acentuando las curvas de su cuerpo bajo las aspas de un abanico blanco, adentro de un vaporcito hecho con esa quieta luz que llegaba de los resplandores del afuera.

Me acerqué hasta detenerme en el barandal de madera oscura. Creo que el lugar se llamaba el Dragón Rojo. La morena continuó bailando y sonriendo hacia donde me encontraba. No recuerdo qué canción estaba sonando mientras ella bailaba con su blusa anaranjada y su pantalón claro. Sólo recuerdo que mostraba muy contenta, muy risueña, la brillante piel de su espalda. También recuerdo el color de su blusa y los cordones en que la traía amarrada atrás de su cuello, y lo ajustado de sus pantalones blancos en que se transparentaba el color marino de sus bragas. No había sostén, y el sudor había hecho que los pechos se pegaran a la tela anaranjada de la blusa. Bailaba sin zapatos. El color de las uñas de sus pies también lo recuerdo, y el corto pelo negro con que se pintaba la redondez de su cabeza, y sus ojos grandes, y sus labios gruesos, y sus dientes blancos, blanquísimos como la brillante arena.

-¿Quieres bailar conmigo? .-se me acercó diciendo la morena.

Sin pensarlo mucho, le entregué el estuche, y al instante salté el barandal con todo el entusiasmo que me daba la edad y por todas las latas de cerveza que había estado bebiendo poco tiempo antes. Después fui a dejar la guitarra en una de las  mesas próximas a la barra y me puse a bailar al ritmo que lo hacía ella. Todo su cuerpo olía a ajo y a cebollas, a perfume rancio, a tabaco y a licor. Después de acabar la cumbia, me dijo en un susurro:

-¿Tienes mariguana?

Contesté que no.

-¿De veras no tienes ni un cigarrito?

-Vine con algunos amigos –le dije-. Me parece que uno de ellos trae un poco.

Salimos del Dragón Rojo por la puerta trasera. Me dijo que se llamaba Lázara y que había actuado en varios programas de una serie de televisión: “La criada bien criada”, que lo suyo era cantar y bailar salsa, que había nacido en Cuba pero que se había salido de la isla desde  hacia varios años.

-¿Y tú? –me preguntó.

Le dije que me llamaba Julio, que vivía en Zapopan y que estudiaba psicología.

Enseguida me preguntó la edad.

Le exageré la cifra de años para hacerme pasar por mayor.

-¿De veras tienes 21? –preguntó abriendo más sus enormes ojos color canela.

No pregunté lo mismo pero sí quise saber si estaba casada; sobre todo para estar seguro de que no andaba por allí el marido y entonces se armara la de troya. Lázara aclaró que había estado casada en Cuba por diez años, pero que había dejado al marido en La Habana, y también me dijo que se había traído a su hija, Clara Isadora, quien ahora tenía quince años y que no había vuelto a casarse desde entonces.

Durante el camino, con una mujer así, tan llena de ritmo en su andar, caminando al lado de un muchacho con cara de niño, resultaba inevitable que surgieran los requiebros, el clásico silbido y otras formas del atraco y del desprecio para su acompañante. Finalmente conseguimos lo que Lázara necesitaba. Fumamos sobre una enorme roca, viendo el infinito mar plateado y oyendo la música que sonaba allá en los bares del malecón. Después que se nos fue asentando el pensamiento, iniciamos nuestro regreso al Dragón Rojo.

Cuando llegamos, pidió a su amigo el barman tres cervezas; una para ella, otra para mi amigo El Diablo y otra para mí. Después de un rato de hablar sensacionalmente bajo los efectos de la yerba y la cerveza, comenzamos a comer nuestro platón de mariscos y ensalada de frutas. Al poco tiempo se sumó a la mesa un amigo de Lázara, un hombre de músculos y de soberbia apabullante, que, nos informó, también cantaba en el Dragón Rojo.

-¿También salsa? –pregunté.

-No. Lo mío son las baladas –y aclaró diciendo-. Sobre todo las de  Roberto Carlos.

Así estábamos, comiendo y bebiendo, paseando la mirada de un cuerpo a otro cuerpo, hablando de cosas inciertas, cuando un gigante gordo, de cara enrojecida y de cabellos cobrizos, ensortijados, puso su garra en la desnuda espalda de Lázara.

Ésta saltó gritando, creyendo tal vez que la había herido un oso. Su amigo el de músculos y de soberbia apabullante, se levantó y le tiró un puñetazo que no llegó a tocar ni siquiera  el pecho.

El gordo, entonces, de quien luego supe que era sacristán de uno de los templos cercanos al congal, agarró de los cabellos al amigo de Lázara y lo lanzó contra el barandal de madera. Mi amigo El Diablo, creyendo tal vez que estaba actuando para una película o no sé qué, levantó una silla y la estrelló en la cintura del gigante, y corrió para evitar el manotazo. Entonces yo, en sintonía con el ambiente de película que de pronto se había hecho, asumí el papel de espectador. Y para mejor saborear el film que se estaba presentando, levanté el pomo de cerveza y con toda la calma del mundo me llené el pecho con un prolongado trago.

Tras varios puñetazos del sacristán contra el amigo de Lázara, ya casi cuando iba a acabar con todo el rostro del susodicho, llegó el barman con una pistola y se la mostró al gorila, diciendo: “Un paso más, mi buen, y te pongo de patitas en el infierno, eh!”

El amigo de Lázara, con la sanguinolenta soberbia estilando por todo el pecho hasta las piernas, se sentó en la mesa y me echó una mirada con la que intentó desbaratarme el rostro y la existencia. Mi amigo El Diablo, más bien cansado por la actuación que acababa de realizar, encendió un cigarrillo y abandonó los ojos al oleaje que ya había empezado a crecer y a hacerse más fuerte que una hora antes. El gigante sacristán había evitado que lo pusieran de patitas en el infierno, y por eso se había largado hasta perderse en las crepusculares horas que iniciaban.

Comimos y bebimos hasta el hartazgo, y entonces Lázara me pidió que sacara la guitarra y me pusiera a tocar para el público que ya estaba pendiente del primer show de la noche. Me dijo que ésta sería la forma de pago por todo lo que había estado consumiendo. Pero también creo que me había pedido tal cosa porque su amigo el de músculos -y ahora de cara deshecha- no estaba para presentarse a cantar ni las baladas de Roberto Carlos y ni mucho menos para ponerse a cantar un corrido mexicano. Por último, me aseguró que regresaría en dos horas, para pagar con su canto y su baile, y que después, si aún quedaba suficiente energía en el cuerpo, nos iríamos a continuar la farra en otro sitio mucho más tranquilo y sereno.

-¿Por ejemplo? –la cuestioné, más por el nerviosismo de que en breve iba a tocar para el público que rodeaba ya la pista de baile, que por saber efectivamente sobre el lugar en que ella estaría pensando.


-Ya lo verás mi rey –dijo, y se fue corriendo a bañar y a cambiar de ropas.



miércoles, 14 de agosto de 2013

Micromacro




Hablar del mundo no es más complicado que hablar de uno mismo. Tampoco considero que el mundo sea más concreto que el yo. Para mis horas de insomnio, no es menos abstracto el mundo que yo mismo. Y en cuanto al tamaño, es tan grande el mundo como el yo que lo abarca con la imaginación. Podría decirse, entonces, que el mundo y el yo mismo aseguran su existencia con base en los poderes de la heurística. Lo mismo se escribe sobre uno mismo que sobre el mundo otro, sin olvidar todo lo irreal, enigmático y fantástico que hay en ambos complejos significativos.

            Al escribir, la entropía de los eventos en que se configura momentáneamente el mundo, conlleva el movimiento por el que el yo palpa y atrapa las palabras. Es casi una batalla la que se hace en el yo para detener el incontrolable flujo de la realidad. Flujo de una realidad imaginada adentro de un mundo abierto a las contingencias. Y todo esto, nada más que como un proceso en que se augura la multiplicada instalación multidimensional de lo informe, pero tan cierta como el proceso mismo en que se crean tantas realidades a partir de lo informe.

Será en tales contingencias que una cierta razón podrá crear categorías para componer el cuerpo de un cierto tipo de texto. O bien, será una indefinida imaginación la que invente el mundo con todas esas contingencias, haciendo del mundo inicial un fondo abastracto, y de las contingencias, los diversos cuerpos que darán sentido de realidad indefinida al mundo creado. Dichas las cosas así de este modo, tal razón encuentra los órdenes posibles para recuperar el mundo real de las contingencias, y con base en esto crea la imagen de una composición categóricamente funcional adentro de un texto que hace pensar en la realidad como si se tratara de una clara y perfecta unidad. Por otro lado, la indefinida imaginación inventará otro mundo para dar constancia de otros órdenes situados en el desordenado hallazgo de los cuerpos por los que será comprendida la indefinida realidad de mundo.

En consonancia con todo lo dicho, la razón en la que pienso hará un texto de la realidad, pero será una realidad atraída por los principios categóricos de orden y claridad. Orden y claridad, en efecto, establecidos por los poderes instituidos. Por el contrario, la imaginación en la que pienso hará una realidad del texto, en apariencia, muy semejante al mundo en que viven las insituciones, pero no será un texto que corresponda necesariamente a los órdenes y claridades preestabecidos por las instituciones, sino, antes bien, serán principios asumidos por la necesidad de un yo que se comprende a sí mismo con ayuda del mundo creado por la imaginación.


Creo entonces que en el mundo de hoy, el mundo en el que pienso, vivo e imagino, los textos que me animan conllevan mucho de razón y mucho de imaginación. Son precisamente estos textos los que me han hecho decir que hablar del mundo no es más complicado que hablar de uno mismo. En ellos encuentro la inextricable realidad producida en conjugaciones vertiginosas, en los que la imaginación y la razón conforman momentos, a veces, de verdad intransferibles, y otros, de fascinante alucinación.



viernes, 9 de agosto de 2013

Musitaciones




Una palabra. La misma palabra. El nombre de uno mismo. Cada día. La palabra y el nombre apretando los vacíos en que la vida se hace. Se deshace. Ya no uno. Nadie. Sin nombre. Sin palabra. 

Los vacíos. Las cosas que deshacen a uno, el mismo que parecía estar completo ante la mirada de los otros. Los otros. Los otros imaginados. Los otros inciertos. Tan ajenos como el polvo que encierran los armarios.

))) A veces mejor ciego. 

))) A veces mejor encerrado. 

Escondidos en una nube de miedo.

Imposible: morir y renacer. 

Imposible: caer y levantarse sin dolencias. 

Imposible: ser feliz todos los días. 

Imposible: estar con otros sin falsos gestos ni falsas promesas. 

Imposible: descansar en el trabajo de todos los días.

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Todos los días. Así. Todos los días.



martes, 6 de agosto de 2013

antes de la madrugada




Se me ha olvidado el orden.

No me preocupa. Ya casi nada me procupa. Vendrá el minuto en que nada, absolutamente nada me preocupe.

Por lo menos, las profundas horas de la noche acontecen adentro de mis días. En ellas voy cayendo, sin darme cuenta, en todos los lugares que al poco rato desaparecen, e incluso, se me olvida que hubo lugares en que estuve profundamente adentro de mis horas.

Es por esto que grito cuando viajo pegado al volante del automóvil. Todas las tardes: 

¡Qué )))))))

fácil )))))

es ))))

volverse loco!)))

Me agrada hablar sin mover los labios. Antes o después grito, y, también, antes o después piso el pedal del acelerador hasta tocar el cielo. En ese momento hablo sin mover los labios. Hablo de lo que nunca diré a nadie. De todo lo que hablo, también se me olvida. Todo ello va cayendo en la nada. Flotan mis ojos, las cosas que imagino, las líneas blancas que limitan los carriles. 

Los ojos saben bien, muy bien, de qué hablo cuando aprieto el volante y piso el acelerador y grito:

¡Qué )    )   )

fácil )   )   ) 

es )      )     )    


morir !)   !)    !)  !)



No había espacio

quería sonar como a eco de palabras sueltas como a sensaciones que se intensifican y  desaparecen  en el infinito tiempo no había espacio ni...