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miércoles, 11 de enero de 2012

Hay golpes en la vida…



Iba bajando las escaleras cuando tropezó y cayó hasta más allá del último escalón. Pegó la cabeza contra el muro. Estaba solo. Así permaneció, tirado en el suelo durante incontables minutos. En todo este tiempo fue experimentando las intensidades y figuras distintas por las que se expresaba el dolor. En la rodilla era una punzada helada, instantánea, sin matices. En la boca y nariz, el dolor se expresaba gradualmente en círculos espirálicos, cuya mayor intensidad se hacía en la última curva, a la altura de las cejas; y luego estaría la culminación ardiente y fría en el subterráneo por el que se comunica el paladar con el ramal de nervios que hacen sentir la materia del cerebro. Allí en ese hueco de sombra, el dolor se pronunciaría con la fuerza de un huracán que iba a hacerlo estremecer hasta el colmo de sufrir varias sacudidas que acabarían muriendo en el vacío donde flotaba la oscuridad, adentro del occipucio.
Al mismo tiempo que había este doloroso coro pronunciándose en otras partes del cuerpo, adentro de su mente se abrieron las puertas a un teatro en el que su vida se haría otra, muy distinta de como había sido hasta entonces.
Se levantó como el niño que está aprendiendo a caminar; puso ambas manos en el suelo, después alzó un brazo y lo extendió hacia el muro; enseguida, durante varios segundos meditó en el plan que seguiría para ponerse en pie. Después de lograr esto, giró el cuerpo y fue a sentarse en el individual de la sala. Allí en el silencio de la casa, palpó con el pensamiento los diferentes momentos en que fue cayendo. No fue una sino muchas veces que estuvo reviviendo la caída. Cada una en diferentes ritmos y desde distintas sensaciones. Por cada nueva versión, la sinfonía de dolorosas sensaciones lo fue llevando por los misteriosos rumbos del arrobo, hasta alcanzar la cima de una noche en la árida montaña. Finalmente, extasiado a causa de los distintos tonos en que el dolor fue expresándose en ese cuerpo suyo de 44 inviernos, decidió salir a la calle para vivir toda la alegría de existir.
En la calle, cuando nadie había para detenerlo, pegaba con la cabeza en la pared o en el cemento de un poste. Lo hacía desde diferentes distancias, sobre todo para conseguir las diferentes intensidades de dolor. O bien, lo hacía nada más que para calmar las ansias de padecer más realidad en su cuerpo y así, de este modo, lograr escapar del mundo indolente y frío. Si había paseantes a la vista, golpeaba como por accidente una de las manos contra alguno de los espejos del coche que estaba estacionado.
Ese primer día en que había caído de las escaleras, ese mismo día en que había descubierto la alegría de vivir en el dolor, llegó a casa con la nariz y los labios hinchados, con un pie arrastrando por todas las veces que había pateado postes o filos de banquetas. Entró como si hubiera venido del trabajo; sin prisas para subir las escaleras, sin prisas para limpiar el cuerpo y cambiar de ropas, sin prisas para bajar a cenar y permanecer un rato mirando la televisión, sin prisas para acostarse y dormir algunas horas, hasta que, ya sin prisas y sin tiempo, un mal sueño lo despertaría y lo pondría a esperar, quieto sobre la cama, oyendo los ruidos de afuera y dentro de la casa, la hora en que debía levantar el cuerpo.
Otro día salió desde muy temprano y no regresó del trabajo. Ni tampoco al día siguiente. Fue hasta el sexto día que llegó con la camisa deshilachada, los pantalones llenos de sangre, sin zapatos y con la cara reventada. Llegó y se dejó caer sobre la mesa de la sala.
La hermana Antonia echó un grito que toda la casa se estremeció, menos papá. Él permaneció como un crucificado, pero bocabajo, ante la mirada pasmada de la muchacha, quien no supo qué hacer ni qué decir.
Mientras tanto, mamá y la tía Inés estaban buscando a papá en toda la ciudad. Ya eran como las cinco de la tarde cuando entraron ambas y encontraron que el desaparecido estaba allí, como un muerto en medio de la sala. Fue la tía Inés quien, al ver eso que parecía un cadáver, tiró la bolsa contra el cuerpo de papá, gritando como una histérica, en tanto que mamá, tal vez por la reacción de la tía, no hacía más que muecas de desesperación. Se frotaba la cara con una mano, se estiraba los cabellos, apretaba los labios, miraba a Antonia, miraba hacia donde estaba el hermano David, en fin, que no decía nada, que no gritaba como lo había hecho la tía Inés.
Pero papá, tras recibir el golpe de la bolsa contra su espalda, en vez de levantarse, giró el cuerpo y cayó golpeando la cara contra el mosaico. De inmediato la sangre comenzó a escurrir.
-¿Está borracho? –preguntó la tía Inés.
Antonia negó con la cabeza, y luego aclaró:
-No ha abierto la boca desde que llegó. No huele a alcohol ni a nada como eso.
-¿Hacé cuánto que llegó? –habló mamá, sin dar un paso hacia donde estaba tirado papá.
-¿Hace como cuánto, David? –se dirigió Antonia a su hermano.
-Yo creo que hace como una hora –respondió éste.
Pero papá no se movía. O mejor, era su cuerpo el que estaba con espasmos. Parecía estar llorando.
-¡Qué ha ocurrido! –gritó esta vez mamá, y esta vez sí fue a acercarse adonde estaba papá desangrándose, gimiendo de un modo enternecedor.
-Llamaré a la Cruz Roja –dijo la tía Inés.
Mientras llegaba la ambulancia, mamá y la tía Inés se pusieron a fumar y a beber un refresco en la mesa redonda de la cocina. Antonia subió a su habitación. David se levantó de donde estaba y fue a sentarse en el suelo, muy cerca de papá. Durante todo ese tiempo, David permaneció con los ojos llenos de espanto, sin dejar de murmurar una misma oración: “¿Estás bien, papá? ¿Estás bien, papá…”
Desde aquellos días, han pasado varios años. Papá no ha dejado de golpearse el cuerpo. Todo él es un mar de cicatrices. Así como hay cuerpos llenos de tatuajes, el de papá está lleno de heridas. Ante los cuestionamientos de mamá y de otras personas, sin excluir los que constantemente le hace la tía Inés, papá se ha negado a responder. Es verdad que, aun antes del accidente, papá era considerado un raro entre todos los parientes; pero ahora… sí que se ha pasado de la raya. No habla con nadie. No parece importarle nada, excepto las heridas que consigue hacerse cada día. Lo han llevado con psiquiatras, con psicoanalistas, con chamanes, con sacerdotes de diferentes iglesias, hasta con un famoso exorcista. Todo ha sido inútil. 

2 comentarios:

  1. ¿Como definir el relato? Pues con tus propias palabras: "sinfonía de dolorosas sensaciones" Es una pena que el Papá no haya podido volver a ser el mismo y a contar que le sucedió para torturarse y golpearse a sí mismos. En cierta forma a mi padre le ocurrió algo igual, pero él se tortura la mente y no el cuerpo. Un abrazo Bocanegra, impresionante relato.

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  2. Me ha paralizado los dedos eso que me dices de tu padre. Torturarse la mente debe ser mucho más doloroso que gopearse el cuerpo. En cuanto a lo que apuntas de Papá, que no haya vuelto a ser el mismo, es de esto precisamente de lo que se trata en la vida de algunos personajes que me obsesionan: de no poder ser nunca los mismos de "siempre". Pero llegará el momento en que cuente sobre otra clase de personajes: los que ni siquiera han llegado a ser.

    Un abrazo

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