No se fueron ellos. Fueron los ojos, que se desviaron a la velocidad
de la mirada.
Más que vacío, la dispersión se hizo presente, a ritmos de sueños y
de máquinas extrañas.
Un sabor a polvo y a fruta podrida se añadió al paladar. Un
acalambramiento robó quietud a los huesos.
El instante era propicio para refrendar una voluntad de moscas
envenenadas.
No se fueron ellos. Nadie se fue. Todo en la ciudad era normalidad
de acciones y de ruidos.
Detrás de la ventana, estaban los párpados abiertos para que la
mirada abandonara mi cuerpo.
La habitación era un sueño de voces sin cuerpo.
La mente era un cementerio de ideas putrefactas.
En realidad, la dispersión era la única sensación saludable; gracias
a ella, la fuerza de los instantes caía y se desbarataba en el agua sucia
de las horas.
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