Con óleos y amapola fue
quitando las asperezas de su piel.
Igual que ríos de mercurio atravesando
oscuridades, concibió Mariana su pensamiento.
Todo su aroma acompañó el
dilatado paseo de las manos por los hombros, por los brazos, por las piernas,
percibiendo a la vez el desplazamiento que hacía con su sombra la invocación en
las sábanas, la ilusión de las formas inmutables. Grato le resultó columbrar la
sostenida caída de un cabello finísimo por el espacio, y más placer le entró al
percibir en la punta de la hebra las brevedades de un torbellino que se hizo en
uno de los taludes que había esculpidos en la manta.
Con fruición aspiró la
fragancia de áloe.
Por todos sus poros experimentó el colmo de la vida. Después
de postrarse en el centro de la cama -los talones bajo las inmaculadas nalgas,
los brazos en cruz sobre sus pechos-, cerró los ojos y se dispuso a meditar.
Tras los instantes que tuvo que emplear para quitarse al mundo de la
conciencia, se fue yendo algo de su cuerpo a un mar cósmico. En alguna parte de
la vida se encontró con el alma suya, bogando en las aguas de un océano
inconmensurable, bañado de sol y de cielo transparente, y en donde no podía
saber con toda certeza si estaba en la Tierra o en dónde.
Volvió de ese viaje con la cara bañada en
lágrimas.
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