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lunes, 7 de noviembre de 2011

El viejo



Estábamos equivocados. No lo supimos hasta que apareció el viejo. Es verdad que hicimos cosas en el acierto, pero la mayoría de ellas fueron hechas en el error de pensar que sabíamos qué era lo que estábamos haciendo. El viejo entró en nuestra vida como agua que moja y refresca el cuerpo que ha estado expuesto, durante dieciocho horas, a un sol sin nubes ni sombra.
     -¿Desde cuándo viven así, en estas condiciones de muerte? –preguntó el viejo.
     -Desde hace mucho tiempo –respondió uno de nosotros.
     El viejo cabeceó tras escuchar la respuesta y se puso a mirarnos, enseguida, directamente a los ojos, como si al mirarnos así fuera posible localizar o encontrar el error que había adentro de nuestra cabeza. Luego, mientras rascaba una oreja del tamaño de una pera, volvió a decirnos:
     -¿Pueden imaginar los años que tengo de estar vivo?
     -Sí –afirmamos con la testa, temerosos de que si decíamos lo contrario, el viejo sacaría un cuerno de chivo y nos mataría sin remordimiento alguno.
     -¿Cuántos imaginan, entonces, que tengo?
     Pasó un tiempo destrozado apenas por toses breves, nerviosas, que sucedieron aquí y allá. Finalmente uno de nosotros dijo:
     -Ochenta.
     -No. Tengo noventa y nueve años, y no dudo que viviré otros muchos años más.
     Después de aclarar la edad que tenía encima, el viejo comenzó a contarnos la historia de su vida. Pero antes de empezar, nos hizo jurar que jamás saldría de nuestros corazones, es decir, que no la diríamos a nadie ni la olvidaríamos nunca.
     Fueron poco más de seis meses –cada noche un capítulo- los que tardó en contarnos el viejo, gran parte de su vida. Durante todo este tiempo nos enseñó a ver las cosas de otra manera. Nos enseñó a conducir el cuerpo de acuerdo con las formas que en cada día se mostraban.
     -Es falso que los días son iguales –nos aseguró el viejo, un lunes por la tarde-. Los días que la vida ofrece no son los días que el hombre cuenta en sus historias. Los días con historia son apenas instantes exagerados por la palabra, mostrados con el ropaje de quienes hacen todo a la medida y gusto de algunos soberanos. Si somos atentos, son los tales personajes siervos de soberanos indiferentes y esclavos de historias que acaban aprisionadas en bibliotecas. No. La vida es mucho más que soberanos indiferentes, mucho más que historias bien vestidas con palabras al gusto de voraces paladares, mucho más que bibliotecas y que mercadeo industrial.  
     Antes de llegar la noche en esa tarde de lunes, el viejo se preparó  para hacer su paseo crepuscular, sabiendo que a su regreso estaríamos todos acomodados y dispuestos a continuar escuchando un capítulo más de su historia.
     Fue imposible no meditar en lo que acababa de decirnos el viejo. Con su arenga había dejado en nosotros el malestar de no poder tragar otra historia. Nos preguntábamos sobre el sentido que había puesto en sus palabras al referirse a los contadores de historias como a “siervos de soberanos indiferentes”.
     -¿Qué es entonces él? ¿Qué es él para sí mismo cuando está contando un capítulo de su vida? ¿Estará insinuando que somos nosotros, entonces, un puñado de orejas indiferentes?
     -En absoluto. Lo qué ha querido enseñarnos es que debemos aprender a distinguir lo que las palabras dicen –y que no dicen nunca lo que realmente ocurrió en la vida de quien las usa- y la vida en que se ofrecen, puesto que, al parecer, no siempre o casi nunca están en una relación auténtica respecto de los hechos que dicen contar.
     -Yo más bien creo que el viejo, en ese momento en que nos decía todo eso, estaba molesto con la existencia de las palabras. En no pocas ocasiones he podido ver que el viejo quisiera decirlo todo en un parpadeo. Pero hay otras veces en que, por el contario, el viejo quisiera utilizar todas las palabras de la lengua para hacernos comprender el misterio de ser cuerpo y pensamiento, de ser memoria y destrucción, de ser olvido y creación.
     Estábamos en pleno debate sobre otras tantas cosas que el viejo nos había enseñado y que hasta entonces no habíamos notado el cúmulo de contradicciones que surgía toda vez que relacionábamos distintos momentos de su discurso con los distintos capítulos de su vida, cuando apareció y nos dijo, sin alterar la voz ni abrir los ojos como lo haría un ser poseído por la furia; nos habló como si fuera a contarnos un chiste, con su sonrisa de niño viejo:
     -Era de esperar que esto sucedería –nos advirtió, riendose con suavidad-. De continuar pensando así, acabarán adentro de ustedes con lo más fantástico que hay en el ser humano: el desconocimiento de vivir con el extrañamiento de los amorosos. Si ustedes se obstinan en analizar lo que digo con todo lo que cuento que he vivido, acabarán despreciándome con todo el odio que ha sido capaz de enseñarles el soberano al que ustedes sirven desde hace tanto tiempo.
     Después de asegurarnos que acabaríamos odiando hasta nuestra propia vida, el viejo se acomodó en el lugar sobre el que contaría –sin nosotros saberlo- el último capítulo de su historia. A diferencia de los capítulos anteriores, éste nos llevó a escucharlo hasta muy entrada la madrugada. Al finalizar el relato, el viejo pidió que le ragaláramos un vaso de leche tibia: “Cuando se ha hablado durante tantas horas sin descanso, no hay nada mejor que beber un vaso de leche tibia”. Después de esto, el viejo se fue y desapareció para siempre de nuestros ojos.
     Han pasado varios años. Desde entonces hablamos entre nosotros apenas justo lo necesario. Hemos asimilado y apreciado los alimentos que nos da la vida, por sobre la gran cantidad de cosas que el soberano buscó imponernos desde siempre. Hemos aprendido a vivir en la lentitud de los instantes, en el descanso de las horas y en las enseñanzas de los sueños que viviremos por muchos años -si no tantos como los que dijo el viejo que viviría, sí los suficientes para estar contentos hasta el último sueño. 

6 comentarios:

  1. "Cosas hechas en el error de pensar que sabíamos lo que estábamos haciendo". ¿Es esta la ironía suprema de la vida? Lo mejor es dejar que los dioses y el destino hablen a través de nosotros. La vida es un bosque cuyo camino creemos conocer y saber, pero, finalmente, voila!, sales a un sendero o claro equivocado. Me gusta tu viejo, me gusta el silencio que es amor, el amor que es silencio....Gran texto

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  2. En efecto, Patricia, la vida es mucho más que lo que pensamos y hacemos en ella y con ella. El punto está, me parece, en saberse colocar en las dimensiones del vivir pleno y desbordante. El viejo no es más que ese desbordamiento de años que ha vivido y que augura vivirá muchos más.

    Abrazos.

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  3. Ya sabes que admiro tus historias, siempre bien construidas y con regusto a grandes autores.

    Beso

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  4. Gracias, Miette, tus palabras son alimento para las voces de mis textos.

    Un abrazo

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  5. Me gusta la historia. Me quedo con ese "debemos aprender a distinguir lo que las palabras dicen –y que no dicen nunca lo que realmente ocurrió en la vida de quien las usa- y la vida en que se ofrecen, puesto que, al parecer, no siempre o casi nunca están en una relación auténtica respecto de los hechos que dicen contar".
    Siempre hay sentimientos detrás de las palabras. Tal vez debiéramos quedarnos con toda la carga de emoción que hay detrás de ellas. Las palabras, sin embargo, no pueden atraparlo todo, aunque a veces las utilizamos como una red para atrapar sueños.
    Buen día, Bocanegra.
    Un abrazo.

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  6. Así parece ser, Blanca, que las palabras cargan mucha más emoción que relaciones precisas y exactas entre el mundo y quien las utiliza para hablar del mundo. Es tal vez por esto que los poetas se avienen y adhieren más a las palabras que al mundo, más a la emoción que a las cosas que emocionan, más a las sinrazones que a las razones que prometen las palabras con sus historias.

    Abrazos

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Gracias por asomarte a este blog de instantes

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