No era más cierto ni más seguro, ni más claro, hablar de
yo que de tú. Tanto yo como tú, sólo
habíamos sido parte del cúmulo de sombras
arrinconadas y que había que sacar a la luz; que había que
hacerlas vivir al
ritmo de horas en nocturnal memoria, haciéndolas meter en el cuerpo esas
cuestiones que durante el día eran casi imposible tratarlas con el tono ni con
la sutileza de los pianísimos. ¿Cómo hablarnos preguntando y dudando sin
padecer las estruendosas irrupciones de la poderosa realidad moderna?
Entre nosotros sólo
había materia reventada por tantas formas y colores multimedia. La sombra de
nosotros se hacía apenas con la realidad de algo que se anunciaba mediante
matices y bajo otras formas. Casi en los páramos de lo salvaje estaba el recurso
que nos ayudaría a reconocernos. Y por algo que ni ellos (ni yo ni tú)
imaginaban en el momento en que estaba ocurriendo esta explosión de formas y
colores. Ya se ve con esto cómo los ángulos desaparecerían del cuerpo
ensombrecido. En su lugar, más que ver, se insinuaría la sensación de escuchar
la inasible suavidad de ese pianísimo. Magnífico momento en que el tacto y el
oído se volverían, una vez más, como gotas de un mismo cuerpo iluminado en
ausencia de todos ellos, tan desconocidos como nosotros mismos. Pero sin dios,
y sin diablo.
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