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sábado, 28 de mayo de 2016

Fantasmas






La lluvia chorreaba adentro del edificio. Más allá de las columnas de cemento estaba otra realidad. Pero adentro, el grupo de fantasmas buscaba refugiarse del frío y de los chorros de agua.

          -No parece acabar esta lluvia –dijo uno de ellos.

          -No acabará nunca de llover –dijo otra voz.

          -¿Estaremos ante un nuevo diluvio? –habló un tercero.

          Nadie reaccionó ante esta idea.

          Caminaban uno detrás de otro junto a muros reventados, sin hablar ni levantar la mirada. Todo alrededor suyo era un territorio de agujeros grandes y medianos, de enormes troncos y bestias que aparecían y desaparecían por todas partes. El olor a selva provenía del otro lado de las columnas. Durante años la naturaleza se había ido apoderando de ese edificio en que caían cascadas que no dejaban ver qué había más allá de los muros de agua y vegetación.

          Después de mucho caminar, dijo una voz doliente:

-Sigan ustedes. Me siento mareada. Voy a quedarme aquí un rato.

          El fantasma que venía detrás, dio un salto para esquivar el bulto que se había quedado junto a un enorme tronco descansando. Otro de los que venían muy atrás, se quedó también a descansar. Se sentó sobre un cubo de cantera. Después de sacudir el cuerpo y la cabeza, se puso a hablar despacio, como si meditara en voz baja:

          -Nunca en mi vida había visto llover tanto. Hasta tengo miedo. Yo que siempre sostuve que el agua era vida… Yo que siempre me divertía jugando en los charcos de mi barrio… Yo que siempre aplaudía cuando llegaba la primera lluvia de verano… y ahora... No puedo creer que me sienta horrorizado.

          El otro fantasma nada dijo. Estaba tan mareado que había cerrado los ojos para descansar y ver otra realidad menos triste.   

          -Si pudiera me echaría a dormir como tú. Pero tengo tanto miedo, que si cierro los ojos me disolvería entre tanta agua.

          -Mejor es que te vayas de aquí –dijo el fantasma desde adentro de la oscuridad en que descansaban sus ojos.

          -No podría hacerlo. Ya no hay nadie a quien seguir, y no tengo valor para enfrentarme yo solo a la lluvia.

          -Entonces cállate y déjame pensar.

          -Tampoco puedo callarme. Si callo me entrará el sueño y entonces… es seguro que me diluiré y no quiero desaparecer todavía. Hablaré bajito para no distraerte. Te aseguro que te dejaré pensar.

          Del otro lado de las columnas la otra realidad se fue llenando de luces y colores. Allá a lo lejos todo parecía normal. Mientras tanto, adentro del edificio la lluvia no daba señales de terminar nunca.

          Del grupo de fantasmas que había continuado buscando refugio, ya sólo quedaba uno. Caminaba solo entre los corredores cargados de ramas y de sapos, cantidad de sapos y de otros animales que cantaban a la vida. 





Singulares huéspedes








Podía hacer la serie y morir y no haber terminado de contarla.

Un dibujo entonces en el agua era mucho más seguro que robarle al cosmos los secretos.

Minúsculo secreto, o hasta menos que eso.

Sabiendo el hueco que se abría, salió a la calle, y como quien se inclina a atarse las agujetas, desbarató la verticalidad y se puso a ver las hormigas con la cara pegada al pavimento.










Mientras tanto, entre la suave claridad de la tarde, los pasos fueron y vinieron, y la mirada, impuesta por los influjos de lo cotidiano, alcanzó a vislumbrar el cuerpo de algo ajeno.

No faltó quien tuviera el deseo de patear ese cuerpo que ignoraba las normas de lo público.

Maldita la hora en que pasé por esta calle, dijo el viejo que chorreaba rabia en su prisa.

Por el contrario, algunos colegiales vieron el hecho como de lo más normal, y se acercaron a curiosear con quien mantenía el rostro pegado al pavimento.

Es otro el espacio.

Desde aquí, es otra la promesa del lenguaje.

Llegó la policía. Lo vieron así; arrodillado y con el torso doblado como hacen los musulmanes; pero él, en vez de besar el suelo y dirigir plegarias, quería atrapar hormigas con la nariz y los labios. Quería ofrecerles otro universo a tales animalitos, quería hacerlos huéspedes de su boca.

Uno de los gendarmes levantó la macana y se la estampó en las nalgas, gritando:

            ¡Levántate miserable!

Otro de ellos tiró un puntapié y pegó en el hombro.

Fueron dos mujeres quienes intervinieron diciendo:

            ¿¡Pero qué les ha hecho este pobre hombre para que lo traten así!?

Uno de los policías, el más feo y violento, escupió y fue a pararse ante las señoras; y les echó su puerco aliento:

            Mejor es que callen y vayan a lavar pañales. No es asunto suyo. ¡¡¡Eha!!!

Se abrió entonces otro hueco y salió de allí el miserable hombre y se encaminó a otra parte. 

Después de un tiempo de ir contando otras series, escuchó el paso de las hormigas que se movían sobre su cabeza. Sonrió.

Tras varios días de enfermedad y encierro obligado, por fin estaba contento.

Había vuelto a la vida.









Distintos tiempos





I

Era la misma pregunta tantas veces repetida. Pero con el tiempo, la respuesta no podía ser nunca la misma. Así pasaba también con otras ideas que se le habían ido quedando al pasar de los años. Por más que quisiera llegar hasta la médula en todas esas figuras de la mente, al final de esta búsqueda, lo que se mostraba eran más fantasmas -abundantes fantasmas- y menos espacio para dejarlos ambular en los corredores de su mente. Con otras palabras, el río de Heráclito estaba, pues, realmente vivo en los torrentes de su sangre y de su pensamiento.   

II
Pulso apenas. Peligroso, llevar el tenedor a la boca. La cara empapada en sudor. Hambre. Y angustia. Le pediría a Bárbara que le ayude. Pero nada le dice. Deja que ella continúe charlando con su primo, su amor de adolescencia. Más acá, a centímetros de distancia, el esfuerzo para cortar la carne sin hacer rechinar los metales en la porcelana del plato, más aún, aterrado de que vaya a salir botado el jitomate o algunas rodajas de cebolla, siente cómo se mezclan las lágrimas con el sudor, siente cómo todo adentro de él es un maremagnum de nerviosismo feroz, y de vergüenza, y de incapacidad para calmar el hambre. Si pudiera, bebería toda la botella de tequila que está en el centro de la mesa, porque sabe que, emborrachándose, sólo así, podría cortar la carne y llevarla a la boca sin peligro de herirse a sí mismo. Pero no, los medicamentos que ha venido tomando en las últimas semanas lo harían convulsionarse.
Atrapado. Está atrapado. ¿Desde cuándo dejó de sentirse libre y contento? ¿Desde cuándo descubrió que la belleza de Bárbara, menos que hacerlo sentir orgulloso, por el contrario, lo avergonzaba, hasta el extremo de que, con cada día que pasaba, menos y menos seguro estaba de vivir con ella? Ella tan fresca, tan madura, tan entera en todo su ánimo. Tan integrada en el mundo de las verdades a medias, o de las mentiras completas. Ella tan segura de beber una copa sin el terror de que esa mano suya acabe derramando el vino sobre su falda.

III
Era la cuarta vez que leía la novela. La primera vez fue un personaje quien le enseñó a pensar y a conducirse de una manera absoluta a sus diecinueve años. La segunda vez –tenía 28 y estaba casado con Bárbara-, fue todo el mundo de la novela el que se le abrió para sentirse el personaje que al autor se le había olvidado ingresar en todas esas historias.
La tercera vez que la leyó, no hubo ni personaje ni mundo, sino preguntas. Fueron preguntas que nacieron en la piel de su pensamiento, donde las respuestas jamás pudieron ser satisfactorias; ni leyendo las otras novelas del mismo autor. Finalmente, en la cuarta vez que se puso a leer la novela –pocos meses antes de morir-, descubrió que nada estaba más allá de las medidas del mundo, y que el mundo era una realidad abarrotada de desconocimientos.

IV
La cena concluyó. Después de tanto pensarlo, bebió tres vasos de tequila. No hubo convulsión pero sí paro cardiaco. 
Ahora Bárbara estaba llorando en brazos de su primo, afuera del hospital donde había sido ingresado, infructuosamente, su esposo.

             


Zona centro







Había conocido músicos callejeros, actores callejeros, bailarines callejeros, poetas callejeros; pero nunca me había topado con ningún filósofo ni cuentista callejeros. Los conocí la semana pasada.
            El filósofo era un viejo que se apoyaba en dos bastones purépecha para caminar y para mantenerse en pie mientras hablaba sobre todos esos pensamientos que le venían dictados por el dolor y la decepción. A diferencia del filósofo, el cuentista era un adolescente, quien con gorra y gafas gruesas, sucias y con cordones para mantenerlas seguras sobre la cara, contaba sus breves historias en torno a las peleas de su barrio y de todos aquellos que habían caído asesinados por las balas o por arma blanca. Después de echar el cuento-crónica, se sacaba la gorra y comenzaba a pasearla frente a los espectadores; había quienes sacaban algunas monedas y las depositaban en el redondel de la gorra, o había otros que nada más daban la vuelta y dejaban al cuentista con el brazo extendido. Para con el filósofo, el reducido auditorio no sabía qué hacer luego de que el viejo callaba y permanecía con la mirada puesta en alguno de esos rostros atrapados por la intriga.
            “Si a alguno de ustedes le sobra una moneda o algún billete”, anunció el filósofo, al percatarse que nadie se movía, “pueden tirarla en el suelo y yo recogeré lo que ustedes han querido regalarme”.
            Para hablar como lo ha hecho el filósofo, para decir esos pensamientos, sería necesario haber vivido y reflexionado durante muchos años. Quienes habían escuchado al viejo, en su rostro podía descubrirse el abismo en que de pronto se sintieron suspendidos, y era por ello que no habían sabido cómo reaccionar. Tal vez hasta creyeron que el viejo era uno más de los miles de pedigüeños que pululan en la zona centro de Guadalajara, o hasta pudieron suponer que era nada más que un orate, que un alcohólico o / pero de ninguna manera debieron pensar que estaban ante un filósofo callejero.
Para contar breves historias no había que llegar a ser una persona mayor. En la música como en la poesía –recordé-, no han faltado los artistas precoces que habían hecho historia. Pero en la filosofía, me parece, no ha habido nadie que haya pasado a la historia por su precocidad para crear complejos pensamientos o para cuestionar y poner en jaque ningún sistema filosófico. 



Señales









No soy un ser de razones;
antes bien, soy un ser de sinrazones.
Lezguiebo Znahda


El día se anunciaba en una intersección. Detenido para cruzar la calle, Lucio miró el choque de dos atomóviles. El resultado fue que las bolsas de protección hicieron lo esperado: estallaron contra el rostro de cada uno de los conductores. Enseguida llegaron algunos peatones para asegurarse de que estaban vivos los pasajeros, y mientras los cláxones de ambos autos no dejaban de sonar, tuvo que retirarse uno de los que habían llegado a mirar en el interior de los carros. Extrajo el celular de su chaqueta de cuero y empezó a marcar. Lucio continuó su camino, con el corazón alterado y con la garganta reseca.
            
     A las pocas horas, cuando salía de una tienda donde había comprado un paquete de cigarrillos, y cuando se disponía a encender uno, volvió a escuchar el estruendo de una colisión. Esta vez se trataba de un vehículo del transporte público, que había golpeado contra la parte lateral de una camioneta. Fue tan impactante el golpe, que la camioneta empezó a dar varios giros hasta terminar golpeando contra un poste del tendido eléctrico. Sin quererlo ver, Lucio se percató que se trataba de una mujer la que había venido manejando la camioneta. A los pocos instantes, por una de las ventanillas del vehículo, asomó el rostro de una niña gritando para que ayudaran a su madre: “¡Que se está desangrando”, gritaba la chiquilla. Mientras tanto, el chofer del transporte público se había ido corriendo por una de las calles cercanas. Después de ver todo esto sin quererlo ver, Lucio tiró el cigarrillo adonde estaban otras tantas basuras. Sin pensarlo en absoluto, se retiró a toda prisa, con el pecho lleno de algodones fríos, huyendo de lo que imaginaba había ocurrido con el cuerpo de la madre de la niña. “Dudo que esté viva”, se dijo, casi corriendo para llegar pronto a su casa.
      
      En la noche, mientras descansaba acostado en su cama, escuchaba la cantidad de sirenas que entraba por la ventana de su cuarto. No estaba seguro si se trataba de sirenas de carros de policía que iban a enfrentar a los criminales que pululaban en muchas zonas de la ciudad, o si se trataba de ambulancias que se dirigían a recoger las víctimas de algún accidente o de alguna de las tantas ejecuciones que habían estado sucediendo con  más frecuencia en las últimas semanas.


            Otro día, mientras caminaba por la calle de siempre para dirigirse a su trabajo, Lucio se dio cuenta que había un incendio en una de las tiendas de autoservicio que hay cerca de donde vive. De inmediato sintió que el corazón se le encogía hasta alcanzar el tamaño de una punzada de alacrán. Nada podía hacer para evitar el día que se avisaba, nuevamente, catastrófico.


lunes, 23 de mayo de 2016

Unas horas más tarde





A la memoria del maestro poeta
Enrique Fierro


Debe ser noche tibia
Noche de mayo en Austin.
Debe ser una hora,
Como la de siempre,
Como la de cada noche,
Y tú ya sin más dolor,
Sin más preguntas al silencio,
Sin más versos breves entre tanto ruido.

Ya no tendrás que arrastrar la sombra / tu sombra
Para llegar
Para ir
Para entrar
Para salir.
Ya no tendrás que detenerte a beber el aire.
Ya no te verán más nunca entre los ventanales
Ni callarás más desánimos abajo de tu eterna barba.

Debe ser noche tibia en Austin,
Noche 21 de mayo en soledad.
¿A qué horas fue que te olvidaste de todos los muertos
De todos los vivos que te recordaremos siempre,

Amigo, maestro, poeta Enrique Fierro?



domingo, 22 de mayo de 2016

Entre infinitos puntos






Quizás una palabra,

Contraria al sentido de gavedad,

Un ala, tal vez, para escapar,

Una sensación que todo lo encuentra

Y se encima y hunde el cuerpo

En un mar de playas lejanas.



Un soplo en el día,

O más bien una idea helada,

Un sabor a sangre a todas horas,

Una verdad lastimada con los insomnios,

Con toda la noche para derrumbarse

Entre huesos,

Entre sollozos,

Entre puntos infinitos de oscuridad,


Y silencio.




miércoles, 18 de mayo de 2016

Nadie supo nada






TU VIDA ESTÁ EN VENTA.
LLAMA A LA TELE Y CUÉNTALA.

Henning Mankell: Antes de que hiele


Estaba en el largo sillón de la sala, sobre una mancha de sangre, con el cuello abierto y algunos coágulos en la garganta. Del estereofónico escapaba incierta música, agrietada con interferencias provenientes de diferentes pistas, con estilos musicales muy diferentes. Podía decirse que eran mezclas duras.
Era una tarde lluviosa.

            Nadie había oído nada.  Nadie supo nada. Sólo la muerte, que estaba mirando a través de los ojos del suicida, cuidaba que las moscas no se adentraran en la herida.


sábado, 7 de mayo de 2016

Como una mosca






Encerrado en varios libros, sin hallar la salida a ninguna hora. Con los argumentos rotos en mi dodecafónica existencia, inferior o sin fuerza para oponer resistencia a nada que no fuera el tránsito de muchas voces y pensamientos. Apenas si podía levantar la cara después de tanto ir a velocidades de un supersueño que se desbarataba pronto, con cada pestañeo nervioso, con miedo a deshacerme en los remolinos de los ecos que sucedían tempestuosamente. De hecho, la sensación se hacía en el no estar seguro dónde mis pensamientos iniciaban o terminaban destruidos. Todo era como un teatro a oscuras, colmado de un nocturno resbalar hacia el silencio.
        
    Después, el afuera desapareció. Y yo terminé hundido en una realidad sin fronteras reales. Allí estoy, con los nervios electrizando las fragilidades de mis órganos, aterrado como una mosca al estallar la luz de una bombilla en plena tarde.  


            

Artes apocalípticas

no merecimos un mundo mejor el color de la sangre en los ríos o mejor los ríos de sangre la peste cadaverina en las calles estornudos en ser...