Colgó
en la verja un cartoncillo, en el que decía: el terror se ha apoderado de esta casa.
Otro
día, el cartoncillo desapareció, y en su lugar dejaron un par de calcetines
enrojecidos por la sangre aún sin secar.
A medianoche descolgó los calcetines
y les prendió fuego con los periódicos de varias semanas. Mientras fumaba el
cigarrillo y bebía el té helado de mandarina, pensó en el cartoncillo que
colgaría en los próximos días, y en lo que anunciaría.
Así estaba, meditando con el sabor
de la mandarina en los labios, cuando se detuvo una camioneta de la que
descendieron tres policías. Le preguntaron por el mal olor que escapaba del
fuego, ya débil como los murciélagos viejos que acaban muertos en el vuelo.
Les
mintió sobre el contenido que hacía combustión.
-Huele a cadáver –dijo uno de ellos.
-Sí –afirmó el otro policía.
El tercero nada dijo, sólo se quedó
mirando al personaje, como esperando que aclarara o que desmintiera a lo que
habían dicho sus compañeros.
-Está bien –dijo el personaje, tras
beber un trago al té de mandarina-. He cazado una rata y he querido convertirla
en cenizas.
Después de escuchar esto, el jefe de
los policías les dijo a sus subordinados que subieran a la camioneta, que
tenían cosas más importantes que estar hablando con un chalado.
El personaje no se sintió vulnerado
por tales palabras. Sacó otro cigarrillo y lo encendió, y acabó de fumarlo con
el gusto de haber conseguido las palabras que escribiría en el cartoncillo de
ese fin de semana.