Si los
sueños no existieran, el cuerpo estaría atado nada más que a los remolinos del
deber; estaría todo el tiempo en el núcleo azaeteado por las agujas del reloj
consuetudinario; acabaría siendo, el cuerpo, un puñado de cenizas por el
consumidor fuego de todos los días, de todos los días siempre en lo mismo; días
de levantarse a tiempo en la mañana, días de pensamientos tirados en la noche
de los olvidos, días de ir directo a las puertas marcadas con el aviso horario
puesto en micas adheridas con chupones o con letras blancas pintadas en su cara
de vidrio.
Si los sueños no existieran, hace
milenios que habrían dejado de existir el cuerpo y el pensamiento.