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jueves, 26 de febrero de 2015

Última hora






Incipiente noche de horas primulares. Detrás de la puerta, otro amanecer –que nunca más llegaría- para el abuelo. En el cuerpo la murria aceitosa resbala que resbala hasta las puntas de las formas, por donde, otra vez la sombra, se estampa y permanece quieta. La contempla él; no la murria contemplada sino sentida como un líquido viscoso en las carúnculas, en las orillas de los dedos, en el filo de la lengua.

En tanto la sombra, que no era sentida pero sí contemplada, tañía con su límite el imaginario ser de Ofelia.

Otra vez Ofelia. 

En otra hora.

No puedo ni quiero despertar. No soporto recordar aquella tos que apareció de pronto en tu boca. Despertar significaría recordar tu pálida piel, volver a escuchar tus gemidos en la cama, oler tus deslucidos cabellos, sentir los temblores de tus manos apretándose a las frazadas, girando y girando porque ese dolor porque esa inflamación no cede, se agiganta, y la tos, y la sangre en las encías, y tu paso cansino, y tu sonrisa marchita, y tu voz extenuada, y tu piel reseca, no quiero revivirlas, es preferible no despertar nunca, Ofelia, nunca, para continuarte viendo sin ese linfatismo, para no sufrir tus fiebres alucinatorias, para no escuchar tus quejas hacia Dios, tus imprecaciones lanzadas a la muerte… Dormir, dormir y dormir, Ofelia. Es preciso no renunciar al sueño que me viene y donde tú estás y estarás siempre, siempre… Sombra es la vida humana, y los que creen en lo contrario, los que indagan hondas cuestiones son los que más duras heridas del destino reciben. Despertaré, Ofelia, porque morir ya debo. Sé que me va a llegar el momento de no estar ya incluido entre los que existen; que ni el hoy ni el mañana volverán a ser los puentes por los que me verá nadie más caminar; que yo estaré en otro viaje, conducido por el Olvido en las aguas del río eterno, al que nadie escapa ni escapará nunca.
  
Miraba a la Muerte con los ojos cerrados, barbilargo, greñudo, uñiluengo, tiritando y cascando las palabras por debajo de la mortaja. Recitaba y se callaba, y concentraba sus manos en la nada, tentaleando el rostro de Ofelia por sombras, a las orillas de la cabecera...

Del dolor, Ofelia, nace la muerte, nace la tremenda convulsión que extingue las progenies.

Y Ofelia aplaudía en el sueño delirante del abuelo, aplaudía y éste elevaba en sus delirios la mano diestra, la bajaba dilatadamente y la ponía sobre el diafragma, inclinándose luego para presentar la reverencia...

Primero un aire tibio y lento que me ciña como la venda al brazo enfermo y que me invada luego como el silencio frío…

Y Ofelia se acomodaba a la vera del orate y acariciaba sus magros pies descalzos, sucios. Navegaba en mar luctuoso con la frente arrugada y fría, ennegrecida por añejos sudores empolvados.

Ella callada, yendo y viniendo con sus dedos por la piel ceniza, doblando el cuello para susurrarle que la muerte era así y asá.

El abuelo cabeceaba, sacudía todas las imágenes que se le hacían de esa muerte que era así y asá.

Crepuscular grito en bomba de saliva.

Espacio írrito que no apresas la voz de ella, imprecó el abuelo, tras rechinar los sarrosos dientes, desesperado porque Ofelia no se estaba quieta esa noche que empezó con la sangre de las nubes, diluyéndose en cielo verde fosforescente, cual insecto devorador de cadáveres.






domingo, 15 de febrero de 2015

Sin nombre









De ninguna casilla y en ningún costal.

Cada instante una revoltura haciéndose con las manos de todos y de nadie.

Sin nombre identificatorio. Un pensamiento. Otro lejos de aquí para ser atraído.

Otro ritmo que se rompe en las cuerdas de los cuerpos yertos. Vacíos.

Vacíos los cuerpos. Yertos. Enfermos de imposibles.

Nada para ser pronunciado de forma contundente.

Nada. Nada. Nada. Eso es. Nada.

Boca abastecida por futuros inservibles.

Inútil pronunciarlo de otra manera.

           Hastío. Cansancio de estar en la misma esquina.

            Tirados en los huecos / abandonados por cadávares.

Silencio. Silencio. Silencio. No hay alguien para desmentirlo.

            Sin reparaciones.

A la intemperie el rostro de la enfermedad.

Prescripción fallida, como ocurre siempre que se olvida la palabra precisa.

Otra vez otra noche.

Otro hueco otra vez entre los dedos que se abren al aire.

Nada. Silencio. Las bocas apretadas a otras bocas sin palabras.

A la intemperie. Sin reparaciones.


Nadie está aquí para decirlo de otra manera. 



viernes, 6 de febrero de 2015

Un día después






Oyes. Ves bocas que se abren, y oyes. Escuchas el tono, la altura, el timbre, en fin, otro diría que has estado captando las diferentes tesituras.

Miras los gestos de cada uno de ellos que habla, aunque no necesariamente sea el mensaje dirigido a ti. O bien, está el que te habla a ti, pero tú no entiendes ninguna de sus palabras. No es otra lengua, distinta a la tuya; es, efectivamente, la lengua en la que, todavía hasta ayer, habías estado comunicándote con todos ellos.

            Hoy no. Hoy no hablas ni comprendes lo que dicen esas voces que te interpelan. Has vuelto a caer del puente aquel. Si alguna vez creíste que jamás volverías a estar en el puente del que caíste y te levantaron casi muerto de desconocimiento, ya te estarás dando cuenta que no. Ahora no podrías decir si estás lleno de cansancio, si estás con hambre o si necesitas esto o aquello. Nadie podría escuchar todo eso que te está ocurriendo adentro del cuerpo y de tu pensamiento.

            Abres desmesuradamente los ojos, como si de este modo pudieras descubrir y atraer la calma que hay en alguna parte del mundo. Pero al parecer, calma y mundo se han desvanecido en tu vida.

¿Dónde estás? ¿Del otro lado del puente o, en realidad, al  otro lado de otras palabras y de otras lenguas? ¿Cómo saberlo si tú no haces más que abrir desmesuradamente los ojos y apretarte la cabeza con ambas manos?


            Comprender a quienes hablaban ayer, comprenderlos y tú, también, hablarles para que te comprendan, ha dejado ya de ser posible hoy.



Artes apocalípticas

no merecimos un mundo mejor el color de la sangre en los ríos o mejor los ríos de sangre la peste cadaverina en las calles estornudos en ser...