No
sé cómo es que sucede lo que escribo. Es tan repentino el hallazgo, tan elevado
en ruidos que me sobrepasan. Tal vez llega como esas visitas inesperadas en
tardes de domingo y hastío. Es después de todos esos golpes insistentes en el silencio
de la puerta, que aparece la inesperada figura y se adentra por los túneles de
los ojos, y hace que desaparezca el hastío y poco a poco vaya cobrando
existencia eso que asoma en el sucio vidrio de la ventana.
Y
ocurre el cuento. Se cuenta solo. Apenas si hay en él un poco de historia. Es
apenas breve imagen: una grieta sangrante en el cuello del suicida. Un soplo de
irritante cadaverina. Un bulto encobijado y echado a orillas de un parque. Se
oye entonces esa voz que dice la primera palabra. Un nombre, quizás. Una zona
de día por ausencia de luz o por su cielo con nubes. A veces la calle se
construye con los ruidos de los motores, con el paso de una camioneta y el
sonido a todo volumen. Si se trata de abundar en la violencia que ha hecho de
los días el dato preciso con su número de ejecuciones, entonces el escenario
necesita de toda una ciudad, de todo un estado, de todo un país, de todo un
continente como teatro de muerte y sobrevivencia. Los encabezados de las notas
macabras llegan como las cuentas de un rosario: Matan a presidente municipal
de… Encuentran colgados varios cuerpos desnudos en los puentes de las avenidas…
Se enfrentan a balazos polícías federales y miembros del cártel en la carretera
del poblado de… Y junto al dato estadístico, ya para hablar del menor
porcentaje o para atenuar la realidad de violencia cotidiana (imposible de
atenuar) en términos psicológicos, los noticieros radiofónicos y los de
televisión hacen islas rodeadas de sol y alegría. Afán idiota de mantener la
sentencia que dice: El show debe continuar. Por el contrario, todo apunta a que
el terror debe continuar. Casi en su totalidad, el mundo en sus días de
desastre y shock gira. Gira. Gira. Y
el universo que no deja de expandirse.
Pero
no siempre es de este teatro del horror que proviene el hallazgo con el cual se
puede atrapar un instante y escribirlo sin otro fin que para calmar la bestia
que muerde las entrañas. De conseguir el fin, que es aplazar siempre los
estertores últimos de morir aterrorizado, lo que después llega es calma de
olvido, calma de no haber hecho innecesarios dramas ante la visita inesperada. Y
llega a suceder que la visitación acaba en nada, en ruido blanco escurriendo
por mi cara. O bien, ha llegado a pasar que la visita permanece por varios
días, por varias semanas, y es un tiempo del cual no alcanzarían ni la novela
ni la enciclopedia para deshacerme de tanto cansancio y de tanto dolor en las rodillas
y en los ojos. En todo este tiempo, es probable que me ocurran sueños
reparadores, y también lecturas –como antídotos- de textos escritos por
suicidas, y un silencio que me alejará de todas las voces de la normalidad, y
de la eficiencia que asesina el ritmo de la poesía.
Y
el robo acaba siendo inevitable. Con Prometeo hubo iniciado esta gran historia.
En tal caso, ya no habrá visita inesperada sino fuga al infinito. En definitiva,
lo repito: No sé cómo es que sucede lo que escribo.
"una grieta sangrante en el cuello del suicida" precioso :)
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