En otros
tiempos, escribir aquí era nada más que para limpìar la sombra de la bestia. Era
como colocar el cuadro y ver todos los caminos que no iban nunca más a Roma, y
junto a la sombra, limpia de horas madrugadas, estaban los cadáveres por los
que la bestia había nutrido la esfera de las cifras, que a diario se mostraban
en la prensa.
Otra historia fue cuando en el
barrio comenzaron a robarse a las muchachas y a llevarlas a las mesas de
oligarcas y putos guapos que hacían cortina a los pies de otros soros y demás caterva
de ricos agasajados por los cuerpos de ellas, adolescentes de tercero y cuarto mundos.
El barrio, pintado así de muchachos
solos y malhumorados, era como para no creerlo, sobre todo cuando quienes lo
habían padecido en carne propia habían quedado tan doblados de terror y de
miseria.
En otros tiempos la historia era muy
familiar, y contarla era tanto como para asegurar que todo seguiría en buenos
términos. Era una clase de camino dirigida por la cultura de terciolpelo que,
guardando las alianzas de los magnánimos, por una mala suerte de historia y
civilización acabaron convertidos -aquellos susodichos- en magnates crueles.
Continuación de guerras y de paz
imposible, siempre, para qué hacer la cuenta de las obras que iban a llenar los
basureros, la mayoría debidas a sobras y plagios a flor de piel. Tal vez mejor era
guardar silencio a voluntad que echar el grito idiota en el centro mismo de la
fiesta loca en la que, según parece, nadie estaba obligado a permanecer. Pero hasta
cuándo.
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