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jueves, 2 de abril de 2015

Fiesta loca





En otros tiempos, escribir aquí era nada más que para limpìar la sombra de la bestia. Era como colocar el cuadro y ver todos los caminos que no iban nunca más a Roma, y junto a la sombra, limpia de horas madrugadas, estaban los cadáveres por los que la bestia había nutrido la esfera de las cifras, que a diario se mostraban en la prensa.

            Otra historia fue cuando en el barrio comenzaron a robarse a las muchachas y a llevarlas a las mesas de oligarcas y putos guapos que hacían cortina a los pies de otros soros y demás caterva de ricos agasajados por los cuerpos de ellas, adolescentes de tercero y cuarto mundos.

            El barrio, pintado así de muchachos solos y malhumorados, era como para no creerlo, sobre todo cuando quienes lo habían padecido en carne propia habían quedado tan doblados de terror y de miseria.

            En otros tiempos la historia era muy familiar, y contarla era tanto como para asegurar que todo seguiría en buenos términos. Era una clase de camino dirigida por la cultura de terciolpelo que, guardando las alianzas de los magnánimos, por una mala suerte de historia y civilización acabaron convertidos -aquellos susodichos- en magnates crueles.


            Continuación de guerras y de paz imposible, siempre, para qué hacer la cuenta de las obras que iban a llenar los basureros, la mayoría debidas a sobras y plagios a flor de piel. Tal vez mejor era guardar silencio a voluntad que echar el grito idiota en el centro mismo de la fiesta loca en la que, según parece, nadie estaba obligado a permanecer. Pero hasta cuándo. 



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