Incipiente
noche de horas primulares. Detrás de la puerta, otro amanecer –que nunca más
llegaría- para el abuelo. En el cuerpo la murria aceitosa resbala que resbala
hasta las puntas de las formas, por donde, otra vez la sombra, se estampa y
permanece quieta. La contempla él; no la murria contemplada sino sentida como
un líquido viscoso en las carúnculas, en las orillas de los dedos, en el filo
de la lengua.
En
tanto la sombra, que no era sentida pero sí contemplada, tañía con su límite el
imaginario ser de Ofelia.
Otra
vez Ofelia.
En otra hora.
No
puedo ni quiero despertar. No soporto recordar aquella tos que apareció de
pronto en tu boca. Despertar significaría recordar tu pálida piel, volver a
escuchar tus gemidos en la cama, oler tus deslucidos cabellos, sentir los
temblores de tus manos apretándose a las frazadas, girando y girando porque ese
dolor porque esa inflamación no cede, se agiganta, y la tos, y la sangre en las
encías, y tu paso cansino, y tu sonrisa marchita, y tu voz extenuada, y tu piel
reseca, no quiero revivirlas, es preferible no despertar nunca, Ofelia, nunca,
para continuarte viendo sin ese linfatismo, para no sufrir tus fiebres
alucinatorias, para no escuchar tus quejas hacia Dios, tus imprecaciones
lanzadas a la muerte… Dormir, dormir y dormir, Ofelia. Es preciso no renunciar
al sueño que me viene y donde tú estás y estarás siempre, siempre… Sombra es la vida humana, y
los que creen en lo contrario, los que indagan hondas cuestiones son los que
más duras heridas del destino reciben. Despertaré,
Ofelia, porque morir ya debo. Sé que me va a llegar el momento de no estar ya
incluido entre los que existen; que ni el hoy ni el mañana volverán a ser los
puentes por los que me verá nadie más caminar; que yo estaré en otro viaje,
conducido por el Olvido en las aguas del río eterno, al que nadie escapa ni
escapará nunca.
Miraba
a la Muerte con los ojos cerrados, barbilargo, greñudo, uñiluengo, tiritando y
cascando las palabras por debajo de la mortaja. Recitaba y se callaba, y concentraba
sus manos en la nada, tentaleando el rostro de Ofelia por sombras, a las orillas
de la cabecera...
Del dolor, Ofelia, nace la
muerte, nace la tremenda convulsión que extingue las progenies.
Y
Ofelia aplaudía en el sueño delirante del abuelo, aplaudía y éste elevaba en
sus delirios la mano diestra, la bajaba dilatadamente y la ponía sobre el
diafragma, inclinándose luego para presentar la reverencia...
Primero un aire tibio y
lento que me ciña como la venda al brazo enfermo y que me invada
luego como el silencio frío…
Y
Ofelia se acomodaba a la vera del orate y acariciaba sus magros pies descalzos,
sucios. Navegaba en mar luctuoso con la frente arrugada y fría, ennegrecida por
añejos sudores empolvados.
Ella
callada, yendo y viniendo con sus dedos por la piel ceniza, doblando el cuello
para susurrarle que la muerte era así y asá.
El
abuelo cabeceaba, sacudía todas las imágenes que se le hacían de esa muerte que
era así y asá.
Crepuscular
grito en bomba de saliva.
Espacio írrito que no
apresas la voz de ella, imprecó el abuelo, tras
rechinar los sarrosos dientes, desesperado porque Ofelia no se
estaba quieta esa noche que empezó con la sangre de las nubes, diluyéndose en
cielo verde fosforescente, cual insecto devorador de cadáveres.
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