Cuanto más leo,
más náuseas me da el publicar
lo que he venido escribiendo
en los últimos años.
Lezguievo Z.
A veces
te mueven el tapete. Te hacen creer que están realmente interesados en lo que
escribes -en lo que escribes que piensas verdaderamente. Y tú, loco de remate
que te pones, sobre todo desde que decidiste dejar constancia de tus anubados pensamientos, te has tragado el anzuelo. No pasa ni una hora y ya
estás frenético tratando de localizar todos los archivos que guardas con
diferentes nombres y en diferentes carpetas de colores para hacer, una vez más
entre las incontables veces que lo has hecho, la propuesta de ese libro que
supones lo publicarán quienes te han contactado por email.
“Falso”, te lo dices después de un
tiempo, esto es, luego que has descubierto los brillos de la verdad en los filos
de la nada. “Sigo pensando en que realmente existen las virtudes del ser humano.
¿Pero que aparece en lugar de ello? Un nauseabundo hedor a dinero. Una promesa
que me llevaría a prisión, si no es que a otro lugar más humillante que ese. Todo
esto que me ofrecen no es más que trampa o zanahorias que me conducirían hasta
las fauces del infierno”.
Ahora en esta noche, después de tantos
manuscritos enviados por correo y por tantos noes recibidos, junto con la
apabullante cantidad de paquetes / presupuestos / estimados que algunas casas
editoriales te han dado a conocer para que consideres (((de acuerdo a tus
necesidades y a tu situación financiera))) las publicación de tus pesadillas
bajo su sello, has decidido vomitar en la computadora todo el malestar de tu
cultura.
Antes de lavarte las manos –que están
llenas de espanto- te buscas en el espejo que cuelga lunareado en la pared del
baño, y qué ves: un par de ojos como uvas rodeadas por nieve; una cara
rasguñada por los días y las horas de existir en el dolor, una boca
entreabierta por el fantasma de una falsa sonrisa; y la nariz, ese hueco insaciable
por el que el mundo ha llegado a elevarte hasta las parabólicas cimas de la
alegría o te ha tirado en los agujeros negros de la desolación.
Cansado de quitar y poner las palabras
que planteaban los bajos fondos de tu pensamiento, escupes hacia el lomo del
gato que yace dormido desde hace varias horas, arrullado por la lluvia de
teclas que habían estado haciendo tus dedos.
“¿Hace
cuántos años que vives sin abrir la boca para decir todo eso que pesa en tus vísceras? –te lo preguntas en el silencio de la noche- ¿Hace cuánto tiempo que no
levantas las cortinas de tu cuarto y dejas que entren los fenómenos del afuera?”
Abres el refrigerador y sacas la
botella de oporto, sirves cuatro dedos en el vaso que te regalaron cuando todavía eras
alguien sociable y dispuesto a celebrar los triunfos de la humanidad, y te
diriges al individual. El gato termina acomodándose entre tus pies, y tu bebes
un trago, y piensas en los años en que creías en el ser humano, en todos
aquellos años en que eseñaste a tus estudiantes a creer en la belleza del
misterio de vivir, a la par que en las noches y madrugadas escribías lo que
verdaderamente ocurría adentro de tu pensamiento y que nada tenía que ver con
protocolos de investigación ni con toda esa camisa de fuerza en que han
convertido el escribir académico.
Después de varias horas de estar
padeciendo la marea de tus pensamientos, abandonas el vaso con los restos del
oporto, restos conformados por delicadas, oscuras astillas pegadas a la pared
de vidrio, y te levantas con ganas de desaparecer definitivamente en la oscuridad
-que ya te espera en tu habitación desde hace horas. Al instante sientes la
presencia del gato que se ha metido, antes que tú, en la espesa bruma, olorosa
a maderas y a polvo.
Sin quitarte
los zapatos, te tiras en la cama, y desapareces para siempre de la realidad que
tanto te ha pegado en las rodillas.
By Rothko